Jesús se ha quedado en nuestros Sagrarios para que sintamos el calor de su compañía. Acompaño mis reflexiones.
“Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (cf Lc 2,22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf Lc 2,46-49).
Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf Lc 2,41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf Jn 2,13-14)... El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado” (C.E.C., 583, 584).
El Templo era lo que había de más sagrado para un judío, el signo visible de la presencia de Dios entre su pueblo. Es la casa de Dios, pero sus fieles han convertido la religión y el culto en un mercado. El trato con Dios ha quedado reducido al cumplimiento de unos preceptos con los que pretenden tener contento a Dios. Es una piedad que actúa al dictado del egoísmo, que quiere comprar a Dios, asignarle un sueldo. Cristo rechaza esta hipocresía con una energía tanto más llamativa por cuanto que es la única vez que le vemos emplear la fuerza física. Nos limitamos a rezar, a asistir mecánicamente a Misa los domingos, aportamos una limosna miserable, ejercitamos una caridad de platea, nos desentendemos de deberes que no se pueden incumplir, y eludimos compromisos que no pueden esperar.
Jesús expuso lo esencial de su enseñanza en el Templo (cf Jn 18,20), pero dirá refiriéndose a Sí mismo: “os digo que aquí hay algo mayor que el Templo” (Mt 12,6). Tras la llegada de Cristo, el Templo puede desaparecer porque Él es a partir de ahora el signo del Dios vivo. “Destruid este Templo y Yo lo levantaré en tres días” (Jn 2,19,21). Los judíos presentes no comprendieron en ese momento que se refería al templo de su Cuerpo y al anuncio de su Resurrección.
También nosotros somos templos de Dios (cf 1 Cor 3,16), “piedras vivas” ( 1 Pet 2,5), de ese Templo que es el Cuerpo Místico de Cristo. Hay que estar vigilantes para no profanar ese misterio procurando que esa morada no sea invadida por la algarabía y las preocupaciones que llenan un mercado. Vivir para escuchar y alabar a Dios en medio de nuestras ocupaciones, tomando incluso ocasión de esas ocupaciones. “Mi casa es casa de oración”.
Este empeño por agradar a Dios eliminando con energía lo que de Él nos aleja, tan acorde con el espíritu de estos días de Cuaresma, nos liberará de las ataduras de los ídolos, como nos dice la 1ª Lectura de hoy, a cumplir los mandatos del Señor y amarle como nuestra mejor ganancia.
«Estaba próxima la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y haciendo un látigo de cuerdas arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: Quitad eso de aquí, no hagáis de la casa de mi Padre un mercado. Recordaron sus discípulos que está escrito: el celo de tu casa me consume. Entonces los judíos replicaron: ¿Qué señal nos das para hacer esto? Jesús respondió: Destruid este Templo y en tres días lo levantaré. Los judíos contestaron: ¿ En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús. Mientras estaba en Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre al ver los milagros que hacia. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba que nadie le diera testimonio acerca de hombre alguno, pues sabía lo que hay dentro de cada hombre.»(Juan 2 13-25)
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