Como cristianos necesitamos una conversión constante. El Señor está dispuesto a ello. Acompaño mis reflexiones.
“Ellos salieron a predicar la conversión”. El Espíritu Santo a través de nuestros pastores nos llama a una conversión constante, porque ¿quién puede asegurar honradamente que su conciencia no le acusa de nada o que no ha de vigilar para no deslizarse por la pendiente de la desconfianza en Dios y en los demás, de la pereza, la envidia, la sensualidad...; en una palabra: del egoísmo? Todos venimos de Adán, procedemos de la misma raíz contaminada y arrastramos sus debilidades.“Es bueno -afirma Juan Pablo II- que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y dificultades de hoy” (T. M. A., 33).
Pero, ¿es posible la conversión? ¿Puede ese corazón agobiado por el peso de tantas infidelidades y malos hábitos acumulados durante años recuperar la confianza y liberarse? Una pregunta parecida hizo con asombro un doctor de Israel a Jesús: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” Pero Jesús contesta más asombrado todavía: “¿Tú eres maestro en Israel e ignoras estas cosas?” (Jn 3,4-10).
“Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”. Sí, en el Sacramento de la Reconciliación, la gracia de Dios, como en un segundo Bautismo, purifica nuestras suciedades, estrenamos un traje nuevo y tenemos acceso al banquete de la Eucaristía, anticipo del que nos aguarda en el Reino, ahuyentado también ese complejo de culpa que graba la conciencia y lleva a concluir, con tristeza y desesperación, que es imposible vivir como Dios pide.
La culpabilidad que se abre confiadamente al perdón de Dios, lejos de torturar el corazón al no cerrarse en sí mismo sino que mira a Dios, es testigo de su inmensa benevolencia cuyo resplandor disipa cualquier sombra de inquietud.
Como aseguraba Sta Teresa de Lisieux: “Podría creerse que si tengo una confianza tan grande en Dios es porque no he pecado. Decid muy claramente que, aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza. Sé que toda esa muchedumbre de ofensas sería como una gota de agua arrojada a un brasero encendido”. No olvidemos que la paciencia y las ingeniosidades de Dios para que no nos desviemos del camino son infinitamente mayores que nuestras debilidades y malicias”.
A través del Sacramento de la Penitencia saneamos el alma, curándola de sus dudas, rebeldías y egoísmos. El hombre viejo y cansado siente otra vez la dicha de vivir, la alegría de los hijos de Dios. El escéptico y resentido recupera la capacidad de asombro. El creyente pasa del temor a la confianza y su fe antes indecisa y rutinaria le permite ahora ver con más claridad la absoluta novedad del Evangelio.
«Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles potestad sobre los espíritus inmundos. Y les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y no llevaran dos túnicas. Y les decía: Si entráis en una casa, permaneced allí hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún sitio no os reciben ni os escuchan, al salir de allí sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos. Y habiendo marchado, predicaron que hicieran penitencia; y expulsaban muchos demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban.» (Marcos 6, 7-13)
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