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sábado, 18 de mayo de 2024

PENTECOSTÉS

         
Pentecostés nos llena de esperanza: tenemos a Dios en el corazón. Con el seremos fieles a nuestra vocación cristiana. Acompaño mis reflexiones.

Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré (1). Estas palabras la escucharon por primera vez los discípulos en la tarde del Jueves Santo. Después de la Resurrección, Jesús vuelve a referirse a esa conveniencia.


           Los Apóstoles no debieron comprenderlas. ¿Podría haber una situación mejor que la que experimentan desde la Resurrección? Jesús glorioso se muestra a ellos con frecuencia, les vuelve a explicar todo lo que habían aprendido en su vida pública, están asombrados y gozosos ante la nueva situación. Sin embargo, el Señor les habla de su próximo tránsito al Cielo, que celebramos el domingo pasado, y les insiste en esa conveniencia pues, cuando reciban al Espíritu Santo, estarán en una situación inmejorable.
           Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban (2). El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego (3).

           El fuego aparece en la Sagrada Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador (4). Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...

           El fuego también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (5). En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho (6). Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: «habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la culmina y la confirma con testimonio divino» (7).

           En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y en las almas.

           La transformación operada en el corazón de los discípulos es extraordinaria. Las dudas ceden su lugar a la firmeza, el miedo a la valentía, la tristeza desaparece y se abre paso una alegría incontenible. Empiezan entonces a darse cuenta de que además de Jesús, que se ha quedado con ellos en la Eucaristía (Dios con nosotros), desde ahora cuentan con el Santificador en su corazón (Dios en nosotros).

           “Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas (8). Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por El, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén” (9)

           Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles (10).

           San Lucas recoge el asombro de la multitud la escuchar a los Apóstoles. “Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y la parte de Libia próxima a Cirene, forasteros romanos, así como judíos y prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios” (11).

           La promesa de Jesús se cumple en Pentecostés. Los Apóstoles dieron testimonio de Cristo con valentía. El Consolador les otorgó luz y fuerza, y removió los corazones de los que oían la predicación. Acababa de empezar la “era de la Iglesia” (12).

           En obediencia al mandato del Señor –id y enseñad a todas las gentes (13)- la Iglesia tiene la tarea de sembrar continuamente por todo el mundo la semilla del Evangelio. Pero esta misión sólo puede realizarse y dar fruto con la ayuda , divina: “no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo” (14). 

           “Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (15): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios (16).

           Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios: es -como dice el himno litúrgico dador de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es El quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno (17)” (18).

           Es el Paráclito quien realiza las maravillas de Dios, si le dejamos hacer, esa misericordia infinita que Dios ha ejercido siempre para salvar a todos los hombres. A nosotros nos toca la tarea de colaborar en esa tarea santificadora. “Me hizo gracia tu vehemencia. Ante la falta de medios materiales de trabajo y sin la ayuda de otros, comentabas: "yo no tengo más que dos brazos, pero a veces siento la impaciencia de ser un monstruo con cincuenta, para sembrar y recoger la cosecha".
           -Pide al Espíritu Santo esa eficacia..., ¡te la concederá! (19).

           El amor al Espíritu Santo que mora en nuestros corazones nos impulsa a amar a la Iglesia. “No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo” (20).

           “Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro (21); Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. 

           Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

           Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo” (22)

           Es comprensible, ante el secularismo extendido por el mundo y la presión del laicismo radical que intenta hacer desaparecer a Dios de la faz de la tierra, que a algunos cristianos les cueste trabajo reconocer esa presencia constante del Santificador. Escuchemos a San Juan Crisóstomo: ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros...Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (I Cor XII, 3). 

           Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gal. IV, 6).

           Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta” (23)

           Agradezcamos la acción constante del Santificador en nuestra alma desde que fuimos bautizados y dispongámonos a tratarle más, a ser dóciles a sus inspiraciones y a corresponder a sus dones. Nos ayudará esta oración:
  
            " ¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

           ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras....” (24).

           En la vida de María brilla con el máximo esplendor la eficacia sobrenatural de quien se entrega plenamente a la acción del Paráclito: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios” (25).

Juan Ramón Domínguez

(1) Jn 16, 7
(2) Hech 2, 1-2
(3) Cfr. Ex 3, 2
(4) Cfr. M. D. PHILIPPE, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986, pp. 352-355.
(5) Cfr. Jn 16, 13-14
(6) Jn 14, 26
(7) CONC. VAT. II, Const. Dei Verbum, 4
(8) Cfr. Jn 16, 12-13
(9) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 127
(10) Joseph Ratizinger, El Camino Pascual pp. 149-155, BAC (Madrid 1990) 
(11) Hech 2, 9-11
(12) Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 18-5-1986, n. 25
(13) Mt 28, 19
(14) Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 8-12-1975, n. 75
(15) Is 59, 1
(16) Cfr. Rom 8, 21
(17) De la secuencia Veni Sancte Spiritus, de la misa de Pentecostés
(18) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 130
(19) San Josemaría Escrivá, Surco n. 616
(20) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 130
(21) Cfr. 2 Cor 4, 7
(22) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 131
(23) S. Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. N. Iesu Christi, hom. 1, De Sancta Pentecostes, n. 3-4 (PG 50,457)
(24) (Oración compuesta por San Josemaría Escrivá en abril de 1934)
(25) Lc 1,35

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