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viernes, 3 de mayo de 2024

El día del Señor: domingo 6º de Pascua (B)

Dios nos brinda su maravillosa amistad, nos ha amado primero y sale siempre a nuestro encuentro. Acompaño mis reflexiones. 

«Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Con estas palabras, Jesús se despidió de los suyos poco antes de la pasión. Al pronunciarlas, sabía que en pocas horas le abandonarían a su suerte. 

Sin embargo, deseaba grabarlas a fuego en sus corazones para que, pasado el mal trago de la traición, esta certeza fuera el alimento de su vida apostólica. «Ya no os llamo siervos (...); a vosotros, en cambio, os he llamado amigos» (Jn 15,15). Aunque requiere de nuestra libertad, la iniciativa para esta maravillosa amistad es suya. Se ha fijado en cada uno con amor y nos ha elegido (cfr. Jn 15,16), porque «él nos amó» primero (1 Jn 4,10).

«Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando» (Jn 15,14). Este es el secreto para vivir siempre en él y no perder nunca su amistad. Aquella noche los apóstoles no tuvieron ocasión de preguntarle por los mandamientos que debían guardar, porque Jesús les ofreció directamente la clave: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). Ellos conocían de primera mano cómo amaba el Señor. Cada apóstol hubiera podido contarnos la multitud de detalles personales que Jesús había tenido particularmente con él. También podrían relatar el cariño y la paciencia con que cuidaba de todos quienes se le acercaban. Los apóstoles lo habían visto, sabían que Jesús estaba dispuesto a todo.

Quien busca solamente sus intereses personales orillando los de Cristo, es como una maquinaria técnicamente avanzada cuya instalación eléctrica no está conectada con la red general de energía. El egoísta está siempre ocupadísimo. Glotón de su tiempo, lo devora afanosamente en sus ocupaciones. Nadie duda de que se gasta, que rinde, pero al desligarse de la corriente vivificadora que Cristo ha inaugurado con su llegada a la tierra, sus realizaciones carecen de valor, no sólo para la vida eterna sino para la presente.

La Historia ofrece pruebas de esta infecundidad hasta el aburrimiento. Hay incluso momentos en la vida de las naciones en que esa industriosidad es origen de contaminaciones que convierten el escenario de este mundo en un anfiteatro de barbarie y de muerte. Nadie duda que hemos aprendido a volar mejor que los pájaros, que surcamos los mares como peces y que cada vez es más rápida y tupida la red de nuestras comunicaciones, pero aún no hemos logrado entendernos como hermanos. La abundancia no nos ha proporcionado la paz espiritual y humana. Nuestra generación no puede eludir la pregunta del Señor: ¿De qué le valdrá al hombre ganar todo el mundo -todos los avances técnicos- si pierde su alma, si los valores del espíritu son postergados? Sin la colaboración con Dios, el mal, en toda su repelente y atroz dimensión, se adueña de este mundo convirtiendo nuestras fatigas en cenizas.

La ciencia sin conciencia, la que no está al servicio de los demás de un modo afectivo y efectivo, es como una fuerza desatada. Ciertamente no podemos vivir sin aire, pero un huracán o un tornado pueden provocar una catástrofe. “Para todas las otras buenas obras puede siempre alegarse una excusa -dice S. Jerónimo-; más para amar nadie puede excusarse. Me puedes decir: no puedo ayunar, pero no puedes decirme no puedo amar”. En el trato diario con nuestros iguales es inevitable que surjan roces o que nos ofendan y perjudiquen. En esos momentos tendremos que sobreponernos a la tentación de responder al mal con el mal.  Igual que Dios nos quiere, aun con nuestros defectos y nos perdona, nosotros debemos querer a los demás... y perdonarles. Si esperamos querer a los que no tienen defectos, no querremos nunca a nadie.

Se salvará este mundo y nos salvaremos nosotros si nos esforzamos por construir espacios donde el respeto, la comprensión y el afecto no sean suplantados por la espiral de la violencia. El amor es la fuerza más creativa y poderosa, la que -dice S. Pablo- no muere nunca (1 Cor 13). 

En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.

«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros» (Jn 15,9-17).

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