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domingo, 22 de mayo de 2016

EL DÍA DEL SEÑOR: SANTÍSIMA TRINIDAD

Todos tenemos experiencia de que la intimidad sólo se muestra a los amigos. Jesús abre su corazón y nos muestra la intimidad del corazón de Dios, la vida íntima divina. El Único Dios nos muestra su intimidad: tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y no se queda sólo en el conocimiento. 

Nos da a participar de esa vida íntima. Por la gracia recibida el cristiano se sabe hijo de Dios Padre, hermano de Jesucristo y poseedor en su corazón del Don divino: el Espíritu Santo. 
Después de haber renovado los misterios de la salvación -desde el Nacimiento de Cristo en Belén hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés-, la liturgia nos propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios.

Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su Ser, y su completa distinción del mundo y su modo de relacionarse con él, como Creador y Señor.

 Se nos enseña de muchas maneras que Dios, a diferencia del mundo, es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente): Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón -nos invita la liturgia- que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra; no hay otro [2]. Sólo Tú, Señor.


El Antiguo Testamento proclama sobre todo la grandeza de Yahvé, único Dios, Creador y Señor de todo el Universo. Pero también se revela como el pastor que busca a su rebaño, que cuida a los suyos con mimo y ternura, que perdona y olvida las frecuentes infidelidades del pueblo elegido... A la vez, se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo, que es anunciada por los Profetas, y la acción del Espíritu Santo, que lo vivifica todo.

Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo [3]. Él nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas [4].

El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad.

Por ser el misterio central de la vida de la Iglesia, la Trinidad Beatísima es continuamente invocada en toda la liturgia. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu fuimos bautizados, y en su nombre se nos perdonan los pecados; al comenzar y al terminar muchas oraciones, nos dirigimos al Padre, por mediación de Jesucristo, en unidad del Espíritu Santo. Muchas veces a lo largo del día repetimos los cristianos: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

"-¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
"-¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.

"-¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
"Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo" [5].

 La vida divina -a cuya participación hemos sido llamados- es fecundísima. Eternamente el Padre engendra al Hijo, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Esta generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo no es algo que aconteció en un momento determinado, dejando como fruto estable las Tres Divinas Personas: esas procedencias (los teólogos las llaman "procesiones") son eternas.

En el caso de las generaciones humanas, un padre engendra a un hijo, pero ese padre y ese hijo permanecen después del mismo acto de engendrar, incluso aunque muera uno de los dos. El hombre que es padre no sólo es "padre": antes y después de engendrar es "hombre". La esencia, sin embargo, de Dios Padre está en que todo su ser consiste en dar la vida al Hijo. Eso es lo que lo determina como Persona divina, distinta de las demás. En la vida natural, el hijo que es engendrado tiene otra realidad. Pero la esencia del Unigénito de Dios es precisamente ser Hijo [6]. 

Y es a través de Él, haciéndonos semejantes a Él, por un impulso constante del Espíritu Santo, como nosotros alcanzamos y crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido no un Espíritu de esclavitud para recaer en el temor; sino un Espíritu de adopción, que nos hace gritar: Abba! (¡Padre!). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos de Dios y coherederos con Cristo [7].

La paternidad y la filiación humanas son algo que acontece a las personas, pero no expresan todo su ser. En Dios, la Paternidad, la Filiación y la Espiración constituyen todo el Ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo [8].

Desde que el hombre es llamado a participar de la misma vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una "órbita" más cercana al Señor. "El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

"Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas" [9].

La Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado [10]. Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. "Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco" [11], le decimos en la intimidad de nuestra alma.

(1) Trisagio angélico.
(2) Primera lectura. Ciclo B. Dt 4, 39.
(3) Mt 11, 27.
(4) Evangelio de la Misa. Ciclo C. Jn 16, 12 - 15.
(5) San Josemaría Escrivá, Forja, n. 2.
(6) Cfr. J. M. PERO - SANZ, El Símbolo atanasiano, Palabra, Madrid 1976, p. 51.
(7) Segunda lectura. Ciclo C. Rm 8, 14 - 17 .
(8) UN CARTUJO, La Trinidad y la vida interior, Rialp, Madrid 1958, 2ª ed., pp. 45 - 47.
(9) San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 306 - 307.
(10) Segunda lectura. Ciclo C. Rm 5, 5.
(11) SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo, 167.


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