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sábado, 28 de octubre de 2023

El día del Señor: domingo 30º del T.O. (A)

El Señor nos recuerda que nuestra vida se resume en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos y nos enseña que El nos ama primero y nos amará siempre. Acompaño mis reflexiones.

“Amarás al Señor tu Dios...” El deber primero y lo mejor que hay en nosotros debe ser para Dios que nos ha dado la vida, ha salido a nuestro encuentro haciéndose Hombre, perdona una y otra vez nuestras ofensas y olvidos, y se ha quedado con nosotros y como alimento en la Eucaristía. 

La Sagrada Escritura equipara la solicitud de Dios por nosotros a la de una madre por su hijo. “¿Puede la madre olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría” (Is 49,14-15).Dios se muestra a sí mismo, como aquel que estará siempre atento a las necesidades de su pueblo (Cfr Ex 6,2-8).

Ese amor de Dios por cada uno que se remonta a la noche de los tiempos y culmina en la prematura noche del Gólgota, donde Jesús lleva a cabo lo que le aseguró a los suyos: “nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15,13), está pidiendo a gritos algo más que un aguado interés por nuestra parte. Hay que acorralar al amor propio y a la comodidad y decidirse a caer de rodillas ante este Dios bueno, paciente y tenaz, afortunadamente inevitable. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...”.

Es preciso sacudirse la tibieza. “Eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor...” (San Josemaría Escrivá, Camino, 313). Preguntémonos: ¿En qué pienso habitualmente o cuál es el motivo profundo de mi actuación? ¿En mi comodidad? ¿En mi prestigio? ¿En el qué dirán? ¿En mi salud? ¿En mi sensualidad o en mi soberbia y vanidad heridas? “Conozco tus obras y que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!, mas porque eres tibio..., estoy para vomitarte de mi boca” (Ap 3,15-16). La tibieza es tan desagradable a Dios, que le produce náuseas. ¿Merece esta respuesta ese Dios que nos ha creado a su imagen, libres, y constituye ese arcano capaz de colmar las aspiraciones humanas? ¡Que nos conste! ¡Que nos lo repitamos en esas ocasiones en que se está fraguando una resolución poco generosa: Dios no se merece eso!

“El segundo es semejante a él: ‘amarás a tu prójimo como a ti mismo’”. Estamos invitados a querer a quienes nos rodean “con obras y de verdad” (1 Jn 3,18) “pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amara Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Este amor hecho de servicio afectivo y efectivo se podría concretar en decenas de incidencias diarias: Ese hablar sin herir, por ejemplo. La sonrisa a tiempo que desdramatiza una situación. La paciencia y la serenidad en las horas difíciles. El buen humor en los momentos de tensión. El no querer tener siempre razón... ¡Y tantos detalles más!

Toda invitación a amar a los demás puede parecer lírica y vaporosa ante la sólida realidad de los conflictos familiares, laborales, académicos, sociales, políticos... Pero esta impresión está lastrada por una falta de sentido cristiano que no ve a Dios en los demás, o que trata bien tan sólo a aquellos que le aprecian y le tratan bien, esto es: que busca una recompensa humana y no la promesa divina. Recordemos que el amor es la razón suprema de todo lo que en este mundo existe de bueno y grande, y que S. Pablo asegura que, quien ama, no morirá jamás (Cfr 1 Cor 13,8).

«Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas.» (Mateo 22, 34-40)

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