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martes, 31 de octubre de 2023

Todos los Santos


Es la fiesta de los triunfadores, de los que han llegado a la meta y la pregustaron ya en esta vida. Acompaño mis reflexiones. 

Nos alegramos hoy con toda la Iglesia en una fiesta entrañable y consoladora porque “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” y que en su mayoría llevó una vida parecida a la nuestra, disfruta ya de la visión de Dios por toda una eternidad. Una multitud cuyos nombres no conocemos, que pasó inadvertida a quienes les trataron y, en ocasiones, incomprendidos o despreciados y maltratados, pero conocidos y amados por Dios.

Es esta una Solemnidad alentadora porque muchos de esos santos tendrían un carácter similar al nuestro, parecido temperamento, idéntica inclinación a la pereza, la sensualidad, el amor propio, y experimentaron los mismos sinsabores y penas, y, sin embargo, han superado con la ayuda de Dios esas dificultades. Es posible que más de un centenar de ellos y ellas pudiera decirnos: no te desanimes, también yo he pasado por esas pruebas. Sí, también tú puedes llevar una vida cristiana plena, una vida santa.

Esta Solemnidad que comenzó a celebrarse en toda la Iglesia a partir del s. IX, nos recuerda la llamada universal a la santidad. Podemos y debemos ser santos. “El Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48)” (C. Vaticano II, L.G., 40).

Hay quienes cuando oyen hablar que Dios les quiere santos, piensan que eso no es para ellos, que no tienen madera de santo. La santidad es una llamada de Dios a cada uno que, en esencia, consiste en amarle con todas nuestras fuerzas, sinceramente, en amar a quienes nos rodean con igual intensidad, y amar la fatiga de cada día, nuestro trabajo. 

Parece lógico que si la llamada procediera del Comité Olímpico para participar en las próximas Olimpiadas, más de uno pudiera excusarse diciendo que él no reúne las condiciones para el deporte de alta competición. Si la llamada viniera de un partido político para que militemos activamente en sus filas, de una cadena de televisión, de una emisora de radio o de una empresa editorial o periodística, podríamos también declinar esa llamada diciendo que no reunimos las condiciones para la política, la comunicación, las letras. Pero para amar todos tenemos condiciones. Todos podemos amar a Dios que es nuestro Padre y hacer caso de sus indicaciones.

El evangelio de hoy nos presenta las bienaventuranzas. Cada una de ellas, con su lenguaje desconcertante, han suscitado numerosos comentarios a lo largo de la historia de la Iglesia. A modo de síntesis, el Catecismo explica que sobre todo “las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad”. Jesús es el principal bienaventurado y dichoso porque vivió en la tierra en unión amorosa con el Padre, que es la mayor dicha, por encima de cualquier tribulación.

Por eso las bienaventuranzas son un compendio de la santidad y una llamada a la misma, ya que “iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.

Jesús nos invita, en palabras del Papa Francisco, a “que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios! El Señor nos anima y a quien quiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: ‘Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos’ (Mt 5,12). ¡Que la Santa Madre de Dios, Reina de los santos, nos ayude a caminar decididos por la senda de la santidad! Que Ella, que es la Puerta del Cielo, lleve a nuestros amados difuntos a la familia celestial”.

Evangelio (Mt 5,1-12a)

Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:

—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.

Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.


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