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sábado, 25 de noviembre de 2023

Cristo Rey

Jesucristo es Rey. Su reinado salvador es de perdón, de misericordia y nos llena de esperanza. Acompaño mis reflexiones.

Llegamos al final del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey. Estas semanas en las que la Iglesia nos ha propuesto considerar las verdades últimas nos conducen hacia una certeza: Jesucristo es el Señor de la historia universal y, al mismo tiempo, de cada historia personal. «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra» (Col 1,15-16). Nada de lo que sucede escapa a su conocimiento. Ninguno de nuestros afanes o deseos se pierden porque él gobierna todo.

«Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma –decía–. Pero, qué responderíamos si él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que él reine en mí, necesito su gracia abundante. Únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey» (San Josemaría).

«Jesús hoy nos pide que dejemos que él se convierta en nuestro rey. Un rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte. Este rey nos indica el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus “reyes”»(Papa Francisco).


 Cristo es Rey. Así lo declara el Antiguo y el Nuevo Testamento; así lo expresa la Liturgia, el Magisterio y la Tradición dos veces secular de la Iglesia. “Yo soy Rey, dijo Jesús a Pilato, yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.

En el Evangelio que acabamos de oír se nos presenta a Cristo rodeado de poder y de gloria, y de todos sus ángeles para juzgar a todos los hombres de todos los tiempos. Se ha dicho muchas veces que una persona vale por lo que vale su corazón. “Al atardecer −decía S. Juan de la Cruz− te examinarán en el amor”. Efectivamente. Jesús no nos preguntará por el dinero ganado, ni por el prestigio social adquirido, ni por el éxito profesional conquistado, sino por el amor afectivo y efectivo a los demás: “Me disteis de comer...; No me disteis de comer...”.

¡Qué campo para la reflexión en estas palabras del Señor! Pensemos en ese “y no, y no, y no...”, omisiones. Lo que debimos haber hecho o dicho y no lo hicimos o no lo dijimos. Lo que no mereció ni un minuto de nuestra atención. Los servicios prestados a medias o de mala gana. La limosna negada de una sonrisa, una palabra amable, un silencio comprensivo, un consejo oportuno. El perdón que no supimos expresar. La conversación sobre materias religiosas que el respeto humano heló en nuestros labios. La ayuda negada a los necesitados de bienes materiales. ¡Todo un inmenso campo donde el corazón cristiano podría haberse volcado! ¡Docenas de ocasiones diarias de tender nuestras manos, servicialmente, a quienes nos rodean, y en quienes está el Señor!

Hay que convencerse de que en dar está nuestra ganancia. El amor hecho de preocupación y de servicio por los demás, rompe el caparazón del egoísmo, del yo, y así como al destapar un perfume valioso el lugar se llena de su fragancia, así también se libera lo mejor de nosotros mismos: el amor de Dios que fue derramado en nuestros corazones el día del Bautismo. ¡Qué distinto es todo al lado de alguien que no es egoísta, que da generosamente su tiempo, su calor humano, su trato respetuoso, servicial, atento, sus conocimientos! Cuando los cristianos se conducen así, la religión deja de ser para los demás una teoría que se puede discutir, para convertirse en un hecho que permite sentir la cercanía de Jesús, un preludio de ese reinado que hoy celebramos con toda la Iglesia.

 En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles can él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

 Entonces dirá el rey a los de su derecha: -Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. Entonces los justos le contestarán: -Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? 

Y el rey les dirá: -Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Y entonces dirá a los de su izquierda: -Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: -Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos? Y él replicará: -Os aseguró que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo. Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna” (Mateo 25,31-46).

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