El Señor nos alerta ante la hipocresía y nos anima a ser coherentes y sinceros. Acompaño mis reflexiones
Las lecturas que acabamos de escuchar son una enérgica llamada a que no exista en nosotros un divorcio entre la fe y la vida, el decir y el hacer. En una palabra: a la sinceridad. Jesús sufrió a lo largo de su vida pública el acoso constante de Tartufo y sus secuaces: la hipocresía, el hablar sibilino, la máscara de ejemplaridad que oculta un interior de abusos y turbios manejos. Un día se enfrentó con este moscardón pegajoso que intentaba desacreditarlo ante el pueblo y estorbaba su actuar noble y limpio con una larga diatriba que recoge en parte el Evangelio de hoy.
En ese discurso acusa a sus enemigos de falsos porque “no hacen lo que dicen”. Les llama tiranos que gravan las conciencias con cargas pesadas e insoportables “pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar”. Les acusa de vanidosos e histriones porque “todo lo que hacen es para que los vea la gente”. Ese discurso, largo y terrible, se cierra con estas palabras: “Serpientes, raza de víboras, ¿cómo podréis escapar a la condena del infierno?” Parece como si para el Señor sólo hubiera un pecado imperdonable: la hipocresía y la mentira como modus vivendi. Tanto, que fariseo a venido a ser sinónimo de hipócrita.
Pero hay un peligro en la sinceridad y es: entenderla mal, confundiéndola con un vivir al dictado de los instintos, del capricho, del estado de ánimo, creyendo que sujetarse a la Ley de Dios va contra la espontaneidad del amor. Este discurso que meditamos, se abre con unas palabras que disipan este error. “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos: haced y cumplid lo que os digan”. Si Jesús no hubiese reconocido la legitimidad de los doctores de Israel y su enseñanza, nunca habría dicho esto. Como se ve, la sinceridad y la espontaneidad no están reñidas con la obediencia a la Ley de Dios.
Hemos de ponernos en guardia contra esa seudo-sinceridad que en nombre de la liberación de complejos y tabúes considera represiva toda norma. “Enfrentémonos con la realidad: el que no tiene ninguna moral y liquida como tabúes todos los principios éticos, hablando con desparpajo y descoco de todas sus fechorías no es un hombre sincero, sino simplemente un primitivo. El que encontrando a un amigo que ha perdido a su padre recientemente le dice sin ambages no lo siento lo más mínimo, porque tu padre era un pobre hombre y además un antipático, no es sincero, aunque sienta lo que profiere, sino un salvaje y un mal amigo; y el católico que declara no ir a Misa los domingos porque no lo siente, no es sincero, sino un sentimental egocéntrico que no tiene la menor idea de lo que son las relaciones del cristiano con Dios” (J. B. Torelló, Psicología abierta).
Sinceridad es andar en verdad, moverse en la órbita de la verdad, que es Dios. Un Dios que nos quiere humildes, esto es: realistas, conocedores de nuestra personal debilidad y que, en consecuencia, no se extrañan de ella ni la ocultan con el disfraz de la hipocresía sino que la confiesan con sencillez. Quien se conduce así, con veracidad, “será enaltecido”, dice Jesús en el Evangelio de hoy.
«Entonces Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos diciéndoles: En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. Atan cargas pesadas e insoportables y las ponen sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres; ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Apetecen los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y los saludos en las plazas, y que la gente les llame Rabí. Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar Rabí, porque sólo tino es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro padre, el celestial. Tampoco os hagáis llamar doctores, porque vuestro Doctor es uno sólo: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce a sí mismo será humillado, y el que se humille a sí mismo será ensalzado.» (Mateo 23,1-12)
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