Las apariciones de Cristo Resucitado contrastan con las escenas del Jesús que los discípulos habían conocido y tratado antes de su muerte en la Cruz. La seguridad de estar ante una persona excepcional sí, pero de carne y hueso, que come, duerme, se cansa, se alegra y llora, sufre y muere, contrasta con estas súbitas apariciones y desapariciones de Cristo glorioso y triunfador de la muerte.
Las dudas ante lo que cuentan los que le han visto y la perplejidad de quienes le están viendo pensando que se trata de un fantasma o una ilusión, se nos comunica en el Evangelio de la Misa de hoy.
“¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. “Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo) de que se trata de un fantasma y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto... Palpadme y ved. Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que se presenta ante ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado. Ese cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha hecho espiritual y glorificado y por lo tanto ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales... Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc. Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de la resurrección de Cristo” (Juan Pablo II).
La certeza de que Cristo había resucitado no fue un producto de la credulidad o sugestión de los discípulos, sino de las repetidas apariciones y ofrecimientos de pruebas con las que el Señor les fue ayudando a que aceptaran un hecho tan sobrenatural. De ahí que cuando hubieron de proclamar esta verdad que, por otra parte acusaba de un deicidio a quienes condujeron a la muerte a Jesús, al ser intimidados con torturas y amenazas de muerte si no se callaban, Pedro y Juan contestaron: “¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído” (Act 4, 19-20).
“Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día...”. Con esta luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la Cruz y están en condiciones de anunciar estas cosas a todos los pueblos.
El trato con Jesucristo en la lectura atenta y frecuente de su Palabra y en la Eucaristía, es lo que nos ayudará a disipar cualquier duda sobre el fundamento de nuestra fe: todo no acaba con la muerte, Cristo la ha vencido y nos ha dado la posibilidad de que también nosotros la superemos. Dediquemos un tiempo todos los días a la meditación de la Sagrada Escritura rogando a Dios con las palabras de la Liturgia de hoy: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas. Aleluya”.
La liturgia actualiza el misterio pascual y, por tanto, la misión apostólica. Como hace veinte siglos, Jesús resucitado nos dice ahora a nosotros: «Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24,48). Esta llamada al apostolado forma parte de nuestra identidad cristiana. «La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo». Francisco
«Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24,48). Pero, ¿cómo ser buenos testigos? «Podemos ser testigos solo si conocemos a Cristo de primera mano, y no solo a través de otros, desde nuestra propia vida, de nuestro encuentro personal con él. Encontrándole realmente en nuestra vida de fe, nos convertimos en testigos y podemos contribuir a la novedad del mundo, a la vida eterna» Benedicto XVI.Vivir con sentido de misión presupone tener el corazón enamorado, ser amigos de Jesús resucitado, tratarlo en el pan y en la palabra. «Jesucristo vive –decía san Josemaría– con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío (...). “Yo sé que mi Redentor vive” (Jb 19,25). Mi Redentor, mi Amigo, mi Padre, mi Rey, mi Dios, mi Amor, ¡vive! Se preocupa de mí».
Con la conciencia de una misión tan importante, queremos hacer lo mismo que aquellos primeros cristianos: acudimos a María, Reina de los Apóstoles, para que nos ayude a convertirnos en anunciadores de Jesucristo.
“En aquel tiempo contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo: -Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: -¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: -¿Tenéis ahí algo que comer? Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: -Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”(Lucas 24,35-48).
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