“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador” La sencillez y el encanto de esta alegoría de Jesús, tan querida en el Antiguo Testamento, no deben privarnos del hondo mensaje que encierra. Dios es el océano de la vida, el origen y la razón de todo viviente. Una vida que no tiene principio ni tampoco fin: eterna. Esa vida la perdimos con la desobediencia en el Paraíso y, tras recuperarla en el Bautismo, la volvemos a perder cuando nos apartamos de Dios como el sarmiento que se separa de la vid.
Dios quiere que tengamos vida eterna, “pero antes de desbordarse sobre todas las criaturas, comienza la vida infinita por derramarse toda entera en Aquél que es el primogénito engendrado ante toda criatura (Col 1,15), Cristo Jesús, cuya santa Humanidad, en virtud de su unión con la Persona del Verbo, participa de los bienes infinitos cuanto es posible a una naturaleza creada. Toda la vida se derrama en Él” (M.V. Bernardot). Esa vida fue la que resucitó a Jesús, el nuevo Adán, “primogénito de muchos hermanos” (Rom, 8,29), y, si estamos unidos a Él como los sarmientos a la cepa, la sabia divina impedirá que la muerte nos seque y seamos arrojados al fuego.
Por la fe y los sacramentos se lleva a término esta unión con la vid, con Cristo, logrando una plenitud de existencia que este mundo no puede proporcionarnos. Por el Bautismo el cristiano se incorpora a Cristo. Toda esa plenitud de vida, de gracia y de virtudes que hay en Él vivifican a la criatura humana. La Confirmación lo fortalece para que pueda obrar rectamente. Por la Eucaristía se apodera de él la misma Vida divina, entrando en comunión con Dios Uno y Trino. “Así como el Padre que me ha enviado, vive y Yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por Mí” (Jn 6,58).
Descendamos al terreno personal. ¿Lucho por identificarme con Jesucristo cumpliendo sus indicaciones y acudiendo al Sacramento de la Reconciliación cuando el egoísmo, la sensualidad, la avaricia, la ira..., me han distanciado de Él? ¿Acudo con frecuencia a la Santa Misa sobreponiéndome a la comodidad? Nos sobra leña y hojarasca y nos falta savia joven, vida nueva del Espíritu. Hay que realizar una poda porque estamos sobrados de egoísmo y de todo lo que él implica. Dios ha querido asociarnos a su vida eterna y feliz. Esos deseos que laten en todo corazón humano de que llegue un día en que ya no haya llanto, ni fatigas, ni dolores, ni luto (Cfr Apoc 21,4), serán realidad si permanecemos unidos a Él como los sarmientos a la vid.
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros pediréis lo que deseéis, y se realizará. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y así seréis mis discípulos” (Juan 15,1-8).
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