Qué privilegio celebrar el 400 aniversario de la muerte de
William Shakespeare (1564-1616).
A diferencia de otras conmemoraciones, que se reducen a
cumplir con la fecha sacando un segundo del olvido al autor, Shakespeare no
necesita rescate. Está presente en las universidades y en la prensa, su
influencia se deja sentir en novelistas y guionistas contemporáneos y, sobre
todo, se le sigue leyendo con pasión en cualquier punto del globo. Voltaire, en Cartas desde Inglaterra, describió a
Shakespeare como un salvaje ebrio, ignorante de las reglas.
El genial inglés no
cumplía la preceptiva clásica, y el francés, cumpliendo todos los tópicos, no
lo perdonaba. Con la sagacidad de la casa, Josep Pla apostilló: “Se ha dicho de
la obra de Voltaire que es un caos de ideas claras. De Shakespeare se podría
decir, aún con más razón, que es una claridad de un caos oscuro”. Pla nos pone
sobre la pista interpretativa.
Han sido muchos los que se han perdido en el laberinto del
caos shakesperiano sin ver la luz al final del espléndido túnel. Razones no les
faltan. Dejemos atrás, con Voltaire, aquellos que han querido juzgarlo y
condenarlo según los estrechos márgenes de sus preceptivas o prejuicios, como
Tolstói, Bukowski o Wittgenstein.
Luego están, por orden de extravagancia, los que han
sostenido que Shakespeare no fue Shakespeare. La argumentación se basa en el
esnobismo: consideran imposible que un hombre que no fue a la universidad, que
no pertenecía a la alta aristocracia ni frecuentaba la Corte y que ni siquiera
valoraba la bohemia, pudiese ser un genio y disponer de tan hondos y extensos
conocimientos del alma humana y de los resortes del poder. Atribuyen sus obras
a un Marlowe que fingió su muerte, a un Francis Bacon al que no le gustaba el
teatro, pero da igual, a un Edward de Vere que, al menos, era conde, etc.
Incluso en España hay quien defiende, ya puestos, que William Shakespeare era
Miguel de Cervantes, que tampoco era Cervantes, sino Joan Miquel Servant, y que
era o eran (Cervantes y Shakespeare) catalán.
La mejor respuesta al enjambre de teorías conspiratorias
quizá sea la de Bernard Shaw. Tras haber seguido los debates con asombro
creciente, él mismo –confesó– había terminado convencido de que el autor de las
obras que conocemos bajo el nombre de Shakespeare no fue el que se dice, sino
otro, nacido el mismo día, en el mismo lugar, y que, para afinar más su avieso
enmascaramiento, se llamaba también William Shakespeare.
Otros sostienen que Shakespeare fue un nihilista o un
discípulo aventajado de Maquiavelo. A veces, son víctimas de la costumbre de
citarle sin haberle leído, algo que exasperaba a Chesterton: “Ningún hombre ha
sufrido más que Shakespeare por ser citado; y, con frecuencia, nada es menos
shakesperiano que una cita de Shakespeare”. Luego, Chesterton se consolaba
riéndose de los que citaban alguna frase particular de Hamlet con arrobo:
“Hamlet fingía estar loco para engañar a los tontos. No podemos quejarnos si ha
tenido éxito”.
Y es que a menudo los defensores del Shakespeare nihilista
caen en el espejismo de creer que cada personaje de Shakespeare expresa las
ideas del autor. Sólo así se explica que Jorge Santayana y Harold Bloom
defiendan la ausencia de lo religioso en Shakespeare. Un caso paradigmático
sería el de los que resumen la filosofía del Bardo con una cita de Macbeth:
“[Life] is a tale / told by an idiot, full of sound and fury, / signifying
nothing”, esto es, “[La vida] es un cuento contado / por un idiota, lleno de
sonido y furia, / que nada significa”. Pero ¿miran quién habla? Si algo deja
claro Macbethes el declive moral del protagonista, que a la altura en que clama
esos grandiosos versos desesperados, es absoluto. A Shakespeare le preocupaban,
en efecto, el maquiavelismo, el escepticismo y el nihilismo, pero una lectura
completa y comprensiva de sus obras muestra que le preocupaban porque le
parecían preocupantes.
Por último, muchos se quedan en la superficie, fascinados
con su maravilloso lujo verbal. Sin duda, como zanjó Nabokov, “la textura del
verso poético de Shakespeare es la más fuerte que el mundo haya conocido”; pero
no hay que dejar que nos deslumbre, como a D.H. Lawrence, cuando afirma en un
poema que los personajes de Shakespeare no le gustan nada, pero que se salvan
por el espléndido lenguaje. “La belleza de los versos puede arrastrarnos sin
que nos paremos a ponderar su significado más profundo”, nos advierte Joseph Pearce.
Para aclarar las intenciones y el sentido final de su obra,
sería de una enorme ayuda tener más datos determinantes sobre su vida, pero
escasean. Según George Steevens –citado por Ignacio Peyró–, lo que sabemos de
Shakespeare es poco más que esto: que nació en Stratford-upon-Avon y tuvo
familia allí, que se fue a Londres, que se hizo actor y escritor, que volvió a
Stratford, hizo testamento y murió. Steevens exagera, pero para mostrar que su
biografía no nos dispensa de la especulación. Su vida fue la de un hombre
discreto hasta lo escurridizo, dicen que encantador, que prefería no participar
de francachelas, para las que se excusaba alegando que estaba de luto, que se
esforzó por pasar desapercibido y que, en cuanto tuvo medios, se volvió a su
pueblo con su familia a vivir de rentista.
Esta vida (tan misteriosa en su luz apacible) es paralela a
las zonas de claroscuro que, sin duda, dejan sus obras. Buscando una
explicación racional a la increíble proliferación de interpretaciones que
provoca [Goethe convirtió a Hamlet en un Werther que sucumbía bajo un peso
demasiado grave; Freud, en un paralelo de Edipo; Salvador de Madariaga, en un
César Borgia carente de escrúpulos, etc.], Carl Schmitt sólo encuentra la
existencia de un fondo enigmático, de un tabú. Que explicaría los interrogantes
que rodean a su vida tanto como a su obra.
Y aquí es donde conviene considerar el catolicismo secreto
de William Shakespeare. Las teorías que defienden que su obra la escribió otro
sólo surgen doscientos años después de su muerte. Antes, nadie se había
planteado tal posibilidad. Sin embargo, en su mismo siglo, en su mismo pueblo,
un clérigo anglicano, recogiendo una tradición local, lo dijo en añejo inglés:
“He dyed a papiste”, o sea, que murió católico romano. En vida habían insinuado
lo mismo, cuando era una imputación que, bajo la persecución religiosa de
Isabel I, podía costar muy cara.
En el XIX, el erudito Richard Simpson acumuló un sinfín de
evidencias. Ya en 1808, Chateaubriand lo apuntaba, como Thomas Carlyle o John
Henry Newman, que declaró, antes de convertirse, que Shakespeare “tiene tan
poco de protestante en él, que los católicos han podido, sin extravagancia,
proclamarlo como uno de los suyos”.
Más recientemente, Carol Curt Enos o la Vizcondesa de
Asquith han ido señalando, una a una, veladas referencias concretas y claves
católicas en sus textos. A su biógrafa alemana, Hildegard Hammerschmidt-Hummel
no le cabe duda. Recogiendo todas estas investigaciones, Joseph Pearce ha
escrito Shakespeare: una investigación, ensayo que atrapa como una novela
policíaca.
Un hito fue el reconocimiento de Rowan Williams, nada menos
que Arzobispo de Canterbury, el primero entre los clérigos anglicanos,
declarando que “probablemente Shakespeare era católico”. Se basó en que su familia,
sus maestros y sus amigos lo eran y, sobre todo, en el hecho
literario-teológico de que “hay cosas en sus obras que no se pueden entender
sin comprender los conceptos de perdón y de gracia”, que existen en el
catolicismo y no en el protestantismo.
El asunto no es una mera curiosidad teológica, un
entretenimiento histórico o una vanidad de correligionarios. Abre una vía para
acceder a una de las cumbres literarias de la humanidad. La ambigüedad
shakesperiana y hasta su elusiva biografía se entienden mucho mejor sabiendo
que pertenecía a una religión implacablemente perseguida. Se jugaba la vida si
descubría sus cartas y el alma si no las mostraba.
El criptocatolicismo shakespeariano es tesis apasionante,
pero, si va a crear un debate que nos distraiga de la lectura profunda de
William Shakespeare, podemos dejarlo para otra ocasión, y ceñirnos al
diagnóstico del poeta y crítico W.H. Auden: “Se podría discutir durante horas
sobre cuáles eran las creencias religiosas de Shakespeare, pero no hay duda de
que su comprensión de la psicología se basa en los mismos presupuestos
cristianos que encontrarían ustedes en cualquier hombre corriente”.
Basta eso para descartar lecturas extravagantes o
interesadas. Lo ejemplifica el mismo Auden con dos personajes con frecuencia
mal interpretados: “El escepticismo de Hamlet y el cinismo de Tersites pueden
ser reflejo de actitudes contemporáneas, pero las obras muestran hasta qué
punto los propios personajes están poco o nada contentos con ese sentir.
Montaigne está muy tranquilo en su biblioteca, pero el escepticismo de Hamlet
no hace sino torturar su espíritu; y el cinismo de Tersites no hace sino
violentar su ánimo: para Shakespeare es imposible identificarse con ninguno de
los dos estados”.
José Jiménez Lozano concluye: “Por mi parte pienso que
Shakespeare tenía un talante más bien papista, que amaba la belleza y la vida
en todas sus manifestaciones, que era una especie de Rubens literario, para
entendernos”. Gene Fendt nos recuerda que “el Renacimiento está mucho más cerca
de la Edad Media que la Modernidad de cualquiera de ambos. Es más correcto, por
tanto, leer a Shakespeare a la luz de Tomás de Aquino que a la de Freud, Jung,
Lacan, Foucault y todos los demás”. Rafael Argullol lo considera el gran
albacea, junto a Montaigne, del Renacimiento que arrancó con Giotto y Dante.
Shakespeare defiende ese patrimonio, en grave peligro en aquellos tiempos de
gran crisis cultural, moral y religiosa.
No se le puede entender, por tanto, sin su herencia, ni
desgajado de su tiempo convulso. Según Oscar Wilde, hace falta comprender sus
relaciones con el Renacimiento y la Reforma, con la escuela de Marlowe, con la
situación de la puesta en escena en los siglos XVI y XVII, con el progreso de
la lengua inglesa y con el teatro griego, entre otros mil requisitos.
Estando de acuerdo con Wilde, la encrucijada de su tiempo es
especialmente importante. Shakespeare nos parece tan eterno que, sin darnos
cuenta, podemos desarraigarlo de su época, olvidando que es, en realidad,
sempiterno. Hunde sus raíces vivificantes en su siglo. Sus obras tenían una
lectura política inmediata, a menudo poco más que sugerida, pero clave. Y no
pasó desapercibida a su más ilustre contemporánea, la reina Isabel I. Ésta
confesó a William Lambarde: “I am Richard II. Know ye not that?”, esto es, “Yo
soy Ricardo II, ¿no te has dado cuenta?”.
A propósito, Ricardo II con las dos partes de Enrique IV y
con la apoteosis de Enrique V forman un ciclo épico que sólo el despliegue
posterior del genio shakesperiano puede haber eclipsado. Si Shakespeare sólo
hubiese escrito la Henriada, seguiría siendo uno de los grandes. Es un
desgarrado estudio de la legitimidad de origen y de la de ejercicio, una
catártica reflexión sobre la culpa y la redención y hasta un poema sobre las
relaciones paterno-filiales. La lectura unitaria de las cuatro obras, como hace
la magnífica serie de la BBC The Hollow Crown (2012), es obligada.
El profesor y articulista Paco Sánchez cuenta una anécdota
impagable. Con otros profesores y alumnos de periodismo de la Universidad de
Navarra, tuvo un encuentro con Ben Bradley, el mítico director del Washington
Post que capitaneó el equipo de investigación del caso Watergate (Bob Woodward
y Carl Bernstein). Los profesores decidieron aprovechar la ocasión para
preguntarle a Bradlee qué haría él, si estuviera en su lugar, para formar mejor
a los futuros periodistas. Bradlee contestó enseguida, sin dudar: “Hacerles
leer todo Shakespeare”.
T.S. Eliot, que consideraba que William Shakespeare nos da
la mayor amplitud posible de la experiencia humana, estaría de acuerdo. En
Shakespeare asistimos a los vericuetos de la ambición, a la geometría de la
envidia, a los trampantojos de la soberbia y a la herida de la debilidad, pero
también a las delicias del amor, al alcance del perdón, al riesgo de la
libertad, a la nobleza de la fidelidad y al humor que hiere y al que sana. Lo
muestra todo.
Desde el 23 de abril de 1616 (según el calendario juliano)
ha sido así, pero en un mundo como el actual donde se solapan las crisis
históricas, morales y culturales, y donde –como en la Inglaterra elisabetiana–
se impone un férreo pensamiento difuso, del que se hace muy difícil discrepar,
la lectura de Shakespeare se torna más imprescindible aún. Lo que explica el
interés creciente por su genio y figura. Los guionistas de series de moda, los
traductores, las citas que no cesan, las polémicas alrededor de su biografía y
de su pensamiento lo dicen alto y, aunque tal vez subconscientemente, claro. Lo
necesitamos. Buscamos su luz sobre nuestro caos oscuro.
Aceprensa
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