Un artículo de The Economist describe cómo ha ido articulándose el mecanismo de los rankings, desde que en 1998 el entonces presidente chino, Jiang Zemin, anunció un proyecto para la creación de universidades de categoría mundial en el país asiático. Un profesor de la Universidad de Shanghái, Nian Cai Liu, se dio a establecer unos parámetros para medir y comparar entre sí la calidad de estas instituciones.
El de Shanghái es a día de hoy uno de los rankings más conocidos, junto con el Times Higher Education (THE) y los QS World University Rankings. Si una universidad está en ellos –y bien arriba– “existe”; si no, es invisible y difícilmente puede atraer –vía matrículas estudiantiles y ayudas gubernamentales– los fondos para cimentar un buen nombre.
Esto puede generar un círculo vicioso, pues los mayores montos van a parar a aquellos centros que ya están bien posicionados en la lista. En el Reino Unido, por ejemplo, las universidades del Russell Group –poco más de 20 que son la crème de la crème– se llevan ellas solas el 49,1% de la financiación pública destinada a la enseñanza superior.
Convendría, pues, tomar con pinzas estas listas a la hora de decantarse por una institución u otra. Los autores del estudio de la Universidad de Georgia sugieren –ya que el grueso de los rankings privilegia el factor “inversión en investigación” para determinar el orden– que se valore el impacto científico real de las investigaciones, su huella en el bienestar humano y sus potenciales resultados económicos.
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Juan Ramón Domínguez Palacios / http http://lacrestadelaola2028.blogspot.com
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