Acabamos de escuchar con religiosa emoción el relato de la Pasión de Cristo que constituye la expresión más elocuente de su amor por los hombres. Para el interés histórico profano, la muerte de Jesús no pasó de ser un drama de odios y celos provincianos, de crueldad y mezquindades de gente fanática que habitaba en una pequeña región alejada de las grandes rutas de entonces. A los ojos de Dios, verdadero artífice de la Historia, era el acontecimiento hacia el que converge todo y del cual irradia todo.
Todo pecado tiene -como el de Adán y Eva- su raíz en la soberbia, en el equivocado deseo de independencia. Jesús, en cambio y como nuevo Adán, se hizo obediente "hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (2ª Lectura). De esta forma y como reza la Liturgia: "de donde salió la muerte de allí surgió la vida; y el que venció en un árbol fue en un árbol vencido" (Prefacio de la Sta Cruz).
Se roza aquí un misterio insondable que, no obstante pone de relieve la gravedad del pecado y la hondura del amor de Dios. Amor que brota, como un río caudaloso de arrolladora fuerza, del Corazón de Cristo y que llevó a escribir al Apóstol: "Después de esto, ¿qué diremos ahora? Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado, dejará de darnos cualquier otra cosa? Y ¿quién puede acusar a los elegidos de Dios? Dios mismo es el que los justifica. ¿Quién osará condenarlos? (Rom 8,31).
"Es el amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte", afirma S. Josemaría Escrivá, y añade: "Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito".
Esta increíble manifestación del Amor de Dios por nosotros está reclamando por nuestra parte algo más que un desleído entusiasmo por la causa del Evangelio. Quien no se entregara de corazón a Dios y a los demás por Él pondría de manifiesto que tiene un interior muy rústico y se haría merecedor de aquella acusación de Séneca: "No ha producido la tierra peor planta que la ingratitud".
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