El voto fragmentado y no el populismo ha sido el gran protagonista de las elecciones holandesas, celebradas el 15 de marzo. La atención mediática acaparada por el Partido por la Libertad (PVV), de Geert Wilders, ha llevado a pasar por alto fuera de Holanda los debates que interesaban al resto de formaciones.
En estas elecciones estaban en juego los 150 escaños de la Cámara de Diputados. Ninguno de los partidos que han conseguido representación se han acercado a los 76 necesarios para gobernar, por lo que el futuro ejecutivo holandés tendrá que salir de una coalición de varios partidos.
Los liberales de centroderecha, liderados por Mark Rutte, hasta ahora primer ministro, logran 33 escaños (pierden 8, con el 21,4% de los votos). Le siguen, muy igualados entre sí, tres formaciones: el partido de Wilders (20 escaños, cinco más que en las anteriores elecciones), los cristianodemócratas (19) y los socioliberales de D66 (19). El siguiente grupo en el pelotón está formado por el Partido Socialista (14), más a la izquierda de los socialdemócratas; los ecologistas de GroenLinks, que baten su récord (14); y los socialdemócratas, socios minoritarios en la coalición encabezada por Rutte, que sufren un descalabro monumental: de 38 a 9 escaños.
Demasiada atención a Wilders
Las elecciones en Holanda han creado expectación por ser las primeras de las tres grandes que forman lo que se ha llamado “el super año electoral” de la Unión Europea. Las otras dos son las presidenciales de Francia –a las que luego seguirán las legislativas– y las generales de Alemania. En los tres países, los partidos populistas de derechas ganan peso. De ahí que se hable de tres comicios clave para medir la fuerza del populismo en Europa.
De acuerdo con esta narrativa, la atención mediática se ha volcado con Wilders, pese a que los sondeos le situaban lejos de la mayoría para gobernar –aunque sí llegaron a darle el mayor porcentaje de voto– y pese a que el resto de partidos con opciones de formar gobierno habían dicho que no pactarían con él. También era sabido que el líder del Partido por la Libertad suele quedar mejor en los sondeos que en las urnas, como ha vuelto a ocurrir (se pensaba que lograría unos 25 escaños).
Pero, a pesar de todo, muchos medios han agitado el temor al auge de Wilders, e incluso a un todavía más improbable Nexit, como se conoce a la hipotética salida de Holanda de la UE. Los partidos tradicionales holandeses –explica Enrique Fanjul– están descontentos con el funcionamiento actual de la UE, pero no quieren seguir los pasos del Reino Unido.
Durante la campaña, se ha hablado también de la influencia indirecta de las ideas de Wilders sobre el resto de partidos. Y es verdad, por ejemplo, que Rutte ha incluido en su discurso el llamamiento a los inmigrantes para que se integren en la sociedad holandesa. Pero las decisiones en el Parlamento dejan claro que Wilders no es quien marca la agenda del país. Ninguno de los partidos con representación en la pasada legislatura apoyó la moción presentada por el PVV para convocar un referéndum como el del Brexit.
La trayectoria del partido de Wilders también daba algunas pistas. En las europeas de 2014, fue el único de los grandes partidos populistas que no mejoró sus resultados respecto de los comicios de 2009. En las generales de 2012 obtuvo menos escaños que en las de 2010, cuando logró 22, su máximo histórico. Y aunque le fue bien en las municipales de 2014, su popularidad tenía truco: solo se presentó en dos ciudades: Almere y La Haya, donde fue el primer y el segundo partido más votado, respectivamente.
Los valores holandeses no son opcionales
Un efecto de la atención desbordante que ha acaparado Wilders es que los programas del resto de partidos clave en estas elecciones son menos conocidos fuera de Holanda. Del Partido por la Libertad se sabe, por ejemplo, que quiere sacar a Holanda de la UE, cerrar las escuelas musulmanas y las mezquitas, prohibir el Corán, impedir la entrada a los solicitantes de asilo e inmigrantes procedentes de países musulmanes, aprobar la detención preventiva de islamistas radicales… Pero había otros muchos temas que también interesaban a los holandeses.
El principal reto de los liberales de Rutte era convencer a los electores de que los recortes impulsados por su gobierno –en coalición con los socialdemócratas desde 2012– eran necesarios y que ahora, en tiempos de bonanza, toca “recoger los frutos”, dice su programa. Para eso, añade, hay que “proteger lo ya construido” en el ámbito de la seguridad, las pensiones, la atención sanitaria, el cuidado a las personas mayores, la acogida a los refugiados o la creación de empleo.
Otra gran prioridad de los liberales de centroderecha es la defensa de los “valores y libertades” holandeses. “O todo o nada. No hay un modelo de cafetería”. La alusión viene a cuento de la “declaración de participación” que la coalición quería hacer firmar a los solicitantes de asilo a partir del 1 de julio. En esta especie de contrato con el Estado, los candidatos a refugiados se comprometen a respetar “los valores de la libertad, la igualdad y la solidaridad”, típicos de una democracia constitucional. Junto a esa tríada aparece otro valor puesto de moda por el gobierno durante la crisis: la participación. “En los Países Bajos, pedimos a todos los ciudadanos que contribuyan a construir una sociedad más amable y segura, mediante el trabajo, el estudio o el voluntariado”, dice el contrato.
Más sociedad civil
El ideal de una “sociedad participativa”, esbozado por el rey Guillermo Alejandro en un discurso de 2013, fue pensado por el gobierno para promover un cambio de mentalidad entre los holandeses, demasiado dependientes –a juicio de la coalición– del Estado del bienestar. Un dato del gobierno: en un país de 17 millones de habitantes, cerca de un millón –entre ellos, personas aptas para trabajar– recibían prestaciones de invalidez a principios de la década 2000.
Detrás de la “sociedad participativa” estaba el afán del gobierno de pedir a los holandeses que se implicaran más en el cuidado de sus parientes mayores o dependientes, en vez de esperar a que el Estado se hiciera cargo. También pretendía poner en manos de los ayuntamientos la prestación de los servicios de asistencia social para jóvenes, el cuidado de los dependientes y enfermos crónicos o los programas de creación de empleo.
Pero pronto se vio que el proyecto era impopular. Sus detractores dijeron que era una operación de maquillaje para justificar los recortes en ayudas públicas. En los últimos años, el nombre de la “sociedad participativa” ha ido desapareciendo del debate. Pero el espíritu de fondo ha seguido informando las líneas maestras de la política social del gobierno, incluida la declaración para los solicitantes de asilo.
Es posible que el apoyo de los socialdemócratas al plan de Rutte para ajustar el tamaño de Estado haya provocado el descontento de sus votantes. Algo parecido ocurrió en el Reino Unido, con la coalición formada en 2010 entre los conservadores de David Cameron y los liberal-demócratas de Nick Clegg. Mientras los tories lograron una inesperada mayoría absoluta en 2015 –pese a ser los verdaderos promotores de los recortes–, fueron los liberal-demócratas quienes sufrieron el castigo de sus votantes: perdieron 49 y se quedaron con 8.
Los muchos debates de Holanda
La agenda de Rutte en la pasada legislatura también ha marcado el paso al resto de partidos, que han situado entre sus prioridades el debate sobre la atención sanitaria y social a los ancianos y los enfermos. Los socialistas más a la izquierda de los socialdemócratas y los ecologistas (GroenLinks) se oponen a la privatización de la sanidad; estos últimos, además, quieren crear más plazas de enfermeras, lo mismo que los socioliberales de D66. Por su parte, los cristianodemócratas proponen crear un subsidio para el cuidado de familiares enfermos.
Los cristianodemócratas han puesto sobre la mesa importantes debates morales: promover los cuidados paliativos en vez de ampliar la ley de eutanasia; impulsar alternativas al aborto; cerrar los coffeeshops –establecimientos donde se vende marihuana de forma legal– que estén próximos a un colegio, así como poner coto a la permisividad con las drogas blandas. También contemplaban medidas a favor del medioambiente, más facilidades para las pymes, sustituir los préstamos a estudiantes por becas, prolongar la baja por maternidad y paternidad...
El D66 tomó la bandera del europeísmo, pero en una UE reformada: menos poder para la Comisión Europea y más para el Parlamento Europeo. Entre sus prioridades también estaban la educación, el empleo estable y el medioambiente. Además, coincide con los ecologistas en su propuesta de rebajar los impuestos sobre los rendimientos del trabajo.
Pero muchos de estos debates han pasado desapercibidos. La preocupación por el apoyo a Wilders era razonable, pues efectivamente ha avanzado. La duda es si era para tanto. Hoy se dice, glosando el famoso arranque del Manifiesto comunista, que “un fantasma recorre Europa: el fantasma del populismo”. Pero no hay que descartar que el alarmismo de algunos medios esté dando vida a otro fantasma: el del miedo al populismo.
aceprensa.com
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