De los pensadores marxistas del siglo XX solo hay uno que sigue influyendo en la política de hoy, al menos en los países de habla española. Es Antonio Gramsci (1891-1937), en el que se inspiró, aunque superficialmente, el ala más radical del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y, con más asiduidad, los principales ideólogos de Podemos. Son, pues, dos cuestiones: primera, cuál es ese programa; segunda, si se ha aplicado y cuál es el previsible futuro.
El programa de Gramsci, en esencia, es sencillo, dicho sin las complicaciones dialécticas que a veces usaba: para conquistar el poder político, el camino más eficaz es transformar la sociedad civil, en sus múltiples ramificaciones: cambiar las actitudes y las ideas, el sentido común vigente en la mayoría de la población, las convicciones arraigadas.
Cambiar las ideas
La lucha se establece en la sociedad civil, porque es allí donde se combaten las distintas concepciones del mundo, que van desde los balbuceos del sentido común hasta las elaboraciones intelectuales. En cada etapa, la ideología dominante se adueña de la estructura ideológica, que son los organismos que crean o difunden la determinada concepción del mundo: sistema escolar, organización religiosa, medios de expresión de la opinión pública. ¿Cuándo puede tener lugar un cambio? Cuando en la sociedad civil empieza a dominar una concepción distinta y contraria a la anterior, que poco a poco se hace con esos organismos de difusión.
En Italia, como en España, esa transformación del sentido común tendría que minar desde dentro el sentido común ya existente y generalizado, que es cristiano, con sus más y sus menos.
Una de las diferencias de Gramsci respecto a otros líderes y pensadores marxistas es su ausencia de odio. Por ejemplo, para Gramsci el cristianismo es una realidad histórica y no se trata para nada de ridiculizarlo o de negarlo, porque no tiene en sí nada de ridículo. Al contrario, ha representado un poderoso esfuerzo histórico. Se trata de hacer ver a los cristianos –escribe Gramsci– que todo eso por lo que han luchado y en lo que han creído, no es más que una visión ilusoria de necesidades, intereses y aspiraciones reales. El materialismo marxista, la filosofía de la praxis recogerá esas necesidades, intereses y aspiraciones en la única perspectiva “real”: la del rechazo de la trascendencia. El posible paraíso, sí, pero en esta tierra. Y no de un modo ingenuo, sino como una continua labor histórica.
Esa labor histórica es algo serio, con un notable aprecio por todo lo cultural, desde el nombre de las calles hasta los cómics o los más elaborados libros de filosofía, desde las canciones populares a las cantatas clásicas. Hoy Gramsci dedicaría su atención a la televisión, Internet, los móviles, los videojuegos, las redes sociales… Gramsci no era cínico, ni oportunista (si lo hubiera sido, no habría muerto en una cárcel fascista). Desde su materialismo e historicismo absoluto, creía en una humanización progresiva de la historia, en el sentido de una dura tarea que había que emprender.
La izquierda en España
Hacia 1976 el comunismo parecía aún muy sólido. No en vano había infligido la primera derrota militar –en Vietnam– a los Estados Unidos. En China, Mao acababa de morir y en Occidente parecía que empezaba a caer la venda que impidió ver en la llamada Revolución cultural lo que en realidad fue: una persecución política con cientos de miles de víctimas inocentes. En Italia, el secretario general del Partido Comunista, Enrico Berlinguer, sardo como Gramsci, intentaba un “eurocomunismo”, muy inspirado en esa época en algunas directrices de su paisano, lo que le llevó más tarde a romper con la Unión Soviética, como adivinando –aunque él murió en 1984– el inicio del hundimiento de 1989 a 1991.
En España, al PSOE no le interesaba este planteamiento, que podía favorecer más bien al partido comunista. Cuando, en 1982, llegó al poder, no porque se hubiera gramscianamente apoderado de la sociedad civil, sino ayudado por los errores de políticos de UCD y por el trauma del intento de golpe de Estado de 1981, no se ocultó la pretensión de ir transformando esa sociedad civil. De forma chusca, ese era el contenido de la ya célebre frase de Alfonso Guerra, número dos del partido: “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”.
Los socialistas gobiernan en España, en una primera etapa, desde 1982 a 1996. En el primer decenio, y con todo el poder, el socialismo no tiene necesidad de ir poco a poco transformando desde dentro la sociedad civil, porque lo hace con leyes relativas a la enseñanza y a la familia, con el apoyo de un amplio grupo de intelectuales de los que Gramsci llama intelectuales orgánicos, en la mayoría de los medios de comunicación y significativamente en los que más influyen, los televisivos, y los periódicos y radios de difusión nacional. El PSOE tuvo siempre a su lado a El País y la cadena SER.
Después del comunismo
Desde 1989 y 1991 a hoy el mundo cambia. El comunismo, con su mortuoria rigidez, desaparece o solo sigue en la extraña Corea del Norte, en Vietnam, en el singular caso de Cuba y en China, donde la dictadura se alía con el capitalismo económico: el mercado-leninismo. En cambio, se afianza algo que tenía raíces anteriores: la posmodernidad. Caen las ostentosas explicaciones; un “humanismo absoluto” y un “historicismo absoluto”, como el de Gramsci, tienen poco que hacer. Ahora la sociedad es, según el diagnóstico de Zygmunt Bauman y otros, “líquida”. Es el ambiente más adecuado para el cinismo, el oportunismo, los cambios interesados de planteamientos, el equilibrismo, el eslalon político.
Cuando los socialistas vuelven al poder, en 2004, José Luis Rodríguez Zapatero, aun dentro de ese clima de oportunismo, intenta ya de forma continuada transformar la sociedad civil. Se querrá cambiar la historia, con la ley de memoria histórica; agilizar el divorcio, con la ley del divorcio exprés; intentar cambiar las mentes escolares con la asignatura de Educación para la Ciudadanía; debilitar la realidad secular del matrimonio, haciendo equivalente a él a las uniones homosexuales; suprimir símbolos religiosos, con la proyectada retirada de los crucifijos en las escuelas públicas; hacer más expeditos los abortos, asequibles a chicas de 16 y 17 años… Desde el poder, no se trató de una larga marcha gramsciana a través de las instituciones, sino de la ocupación de esas instituciones. Solo la crisis económica de 2008 detuvo esa avalancha.
Añoranza de lo absoluto
Gramsci daba por sentado un cierto relativismo cultural, lo que implica que los principios morales serán distintos según sean los contextos históricos. Al no haber una ética natural valedera para todos los seres humanos, escribe, habrá tantas éticas cuantas sean las condiciones históricas. Pero Gramsci no es partidario, en cambio, de un relativismo ético completo, porque sin principios éticos la política carece para él de sentido.
Porque Gramsci, en el fondo, añora la universalidad, y de ahí frases, tan típicamente complejas como esta: “La ética del intelectual colectivo [es decir, el partido] debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad por el carácter tendencialmente universal que le confieren las relaciones históricamente determinadas”. Es un caso más de esa “nostalgia de lo absoluto”, de la que ha escrito George Steiner, que intenta llenar el vacío que deja el abandono, por muchos, de una concepción trascendente de la vida.
En los tiempos de Gramsci todavía era importante la teoría. Los intelectuales contaban. En los tiempos actuales, muchos intelectuales se han alineado de tal modo con el poder, que han renunciado a la crítica. Antes, los intelectuales, tanto en la izquierda como en la derecha, encontraban su razón de ser en la crítica al sistema dominante, fuere el que fuere. Se suponía que la inteligencia aplicada encontraba matices que eran más finos que los trazos gruesos del poder. Como el poder político tiende de por sí a una especie de crecimiento tumoral, es sano que el sistema, el que sea en cada caso concreto, sea vigilado, criticado, inquietado, molestado.
Y Podemos
Los ideólogos de Podemos, en especial Íñigo Errejón, aprovecharon el trabajo del argentino Ernesto Laclau (1939-2014), quien, junto a la politóloga Chantal Mouffe, adaptaron Gramsci al mundo latino en un libro publicado primero en inglés y luego en castellano: Hegemonía y socialismo. Hacia una radicalización de la democracia (Madrid, Siglo XXI, 1985). La intención de Laclau era dar cierto fuste al peronismo pragmático del matrimonio Kirchner, que tuvo el poder en Argentina desde 2003 a 2015, y al llamado “socialismo bolivariano”. Errejón utilizará la misma matriz para explicar la toma del poder, en Bolivia, de Evo Morales.
Cuando, por razones complejas, pero también por la lucha interna para captar trozos de poder y por los personalismos egocéntricos de algunos de sus líderes, el socialismo español se debilita, entra en acción Podemos. Su líder, Pablo Iglesias, parece pensar que en tiempo récord transformarán la sociedad española, serán los únicos y verdaderos intérpretes de lo que piensa “la gente” y que el poder, por tanto, les caerá, si no del cielo, sí de una nueva “voluntad nacional popular” (Gramsci, aunque se evite esta terminología).
En 2015 y 2016, con dos elecciones generales, los electores apoyan mayoritariamente al Partido Popular. Eso da origen, en Podemos, a una diferencia esencial entre sus líderes más destacados. Iglesias, más partidario de ganar la calle, más leninista, y Errejón, más en el estilo de Gramsci. La izquierda española (una vez que Izquierda Unida ha sido fagocitada por Podemos) solo tiene porvenir si se forma un único bloque histórico con la unión del socialismo y de Podemos, aunque sea tras una larga marcha de estos últimos en el interior del socialismo para convertirlo (“seducirlo”, según Iglesias) a la “verdadera verdad” izquierdista.
En febrero de 2017 las posiciones tácticas de Errejón fueron derrotadas, pero la estrategia de fondo sigue siendo gramsciana, aunque modificada (¿traicionada?) por un toque leninista.
El futuro posible
Pensaba Gramsci que la sociedad italiana era, según él, “una robusta cadena de fortalezas y casamatas que deben ser ganadas en una guerra de posiciones”. Lo que había que hacer era “cercar al Estado capitalista y a la sociedad entera capturando gradualmente sus fortalezas y casamatas”.
Si se aplica el método Gramsci a España, de lo que se trata es de socavar lo que queda aún en pie del sentido común popular, que es cristiano. Para Gramsci no era indiferente que el año estuviese jalonado por dos grandes fiestas cristianas, la Navidad y la Semana Santa. En nombre del laicismo, a lo que se apunta también el socialismo, se trata de borrar las huellas de lo cristiano, como se ha intentado en algunos de los ayuntamientos en los que gobierna Podemos o partidos afines.
Es casi un tópico repetir que esas fiestas “han perdido su sentido religioso”. Pero no es así. Basta ver cómo se vive en millones de casas la Navidad y cómo se llenan las calles de cientos de miles de personas, que se conmueven, en Semana Santa, ante la representación del sacrificio de Cristo. En Semana Santa hay también un fuerte ingrediente de belleza, que llega a niños, jóvenes, adultos, algo propio de lo que pertenece a la entraña del pueblo. Nadie tiene en España ese poder de convocatoria. Eso es sociedad civil y, a la vez, sentido de la religión. Su vigencia no es mérito de ningún político, ni de intelectuales, ni de los más ricos e influyentes en la sociedad, ni siquiera de la jerarquía de la Iglesia, sino del pueblo llano, de la gente. Y es así, se vea lo que se vea en los medios.
El método Gramsci no funcionó en Italia, a pesar de que el Partido Comunista italiano, el segundo en importancia, tuvo décadas a su disposición para intentarlo, quedando ahora como un partido residual. Se puede aventurar que la estrategia inspirada en Gramsci tampoco funcionará en España, donde la sociedad civil es una mezcla de remanente sentido cristiano y de cierto cinismo y pragmatismo picaresco.
Crear una nueva “voluntad nacional popular” es arduo en un país que se resquebraja en nacionalismos; que, por su diversidad –incrementada con el Estado de las Autonomías– tiende más a visiones de agravios comparativos que a aunarse en una misión común; que participa de los ecos dominantes en la cultura occidental de un individualismo rampante.
La figura y el pensamiento de Gramsci son de gran interés, pero ya principalmente histórico. La rueda de la historia no se detiene nunca. Haría falta algún acontecimiento trágico extraordinario para que una alteración temporal del sentido común contribuyera a dar el poder a Podemos, pero no sería fruto de la estrategia sino de un destino, que no es en modo alguno vaticinable.
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