Escritor y caminante: esas fueron las principales ocupaciones de Henry David Thoreau (1817-1862). Su obra ha cobrado un interés creciente a medida que se han ido transformando las preocupaciones sociales y culturales. Para él, la reforma del individuo era condición del cambio social y creía que el redescubrimiento de la naturaleza podía servir para dar sentido a la vida del hombre moderno.
El lector que frecuenta hoy los textos de Thoreau encuentra en ellos un fervoroso amor por el mundo natural, una llamada que le conmina a una vida más sencilla y plena, y una clara consigna ética que le exige autenticidad. Más que filósofo, este ensayista americano es un inspirador inagotable. Según Ralph Waldo Emerson, la mejor parte de su obra es la poética. Él, por su parte, se definió a sí mismo como “místico, trascendentalista y filósofo natural”.
La sacralización del entorno natural que promovía le ha convertido en una de las principales referencias del ecologismo. Pero hoy día es también reverenciado por quienes proponen formas de existencia alternativas: el nuevo atractivo cobrado por el mundo rural, la moda del mindfulness, el esencialismo o el minimalismo han convertido a este “salvaje” de Concord en un clásico y en uno de los pensadores más venerados de la actualidad.
Atraído por el trascendentalismo
Hijo de un fabricante de lápices, Thoreau nació el 12 de julio de 1817 en Concord (Massachusetts). Sus años de estudio en Harvard le permitieron familiarizarse con los clásicos griegos y latinos y con la cultura romántica europea, dos de sus fuentes intelectuales más importantes. Sin embargo, el hecho decisivo de su vida fue el encuentro con Emerson, el autor de Nature y fundador del trascendentalismo americano.
El libro de Emerson se publicó en 1836 y se sabe que ese mismo año Thoreau lo pidió en la biblioteca varias veces. Nature fue, en cierto modo, el manifiesto fundacional del trascendentalismo, una corriente filosófica que afirmaba el valor del individuo, su genialidad, promovía el contacto con la naturaleza y privilegiaba la intuición como forma de conocimiento. Por otro lado, tenía un profundo sentido de la reforma y mejora social y cultural. Según Cornel West, el trascendentalismo convirtió al filósofo en crítico cultural.
Gran parte de la filosofía norteamericana posterior –por no decir la literatura– hunde sus raíces en esta corriente de pensamiento poco sistemática, de escasa profundidad metafísica, pero intensamente poética, utópica y brillante desde un punto de vista creativo, inaugurada por Emerson. Algo de ese estilo aflora también en la actitud ilustrada y esteticista del académico de la costa este, del progresista americano.
Rudo y excéntrico
Se discute, sin embargo, si Thoreau fue en sentido estricto trascendentalista. Lo cierto es que era demasiado independiente –un hombre rudo y excéntrico, dijo de él Nathaniel Hawthorne– y que no encajó en el grupo formado por Emerson, George Ripley y Margaret Fuller, entre otros. Demasiado radical, tal vez; demasiado emocional, demasiado individualista.
Pero Emerson no solo marcó intelectualmente a Thoreau. En concreto, a él debemos dos de las mejores obras de las mejores obras de Thoreau. De un lado, le prestó el terreno para construir su cabaña en Walden. De otro, le inculcó la costumbre de consignar sus ideas, sensaciones y experiencias diariamente. El diario de Thoreau –que se extiende de 1837 a 1861, un año antes de su muerte– compendia sus pensamientos, su exhaustiva observación de la naturaleza –sus percepciones subjetivas, los sonidos, los colores que descubre–, pero al mismo tiempo permite asistir a la evolución de sus intereses individuales y a la paulatina construcción de su personalísimo estilo literario.
Escritor y disidente
Porque, por encima de todo, Thoreau fue escritor. Sí, además de profesor, fue agrimensor, fabricante de lápices, jardinero, y desempeñó un largo etcétera de ocupaciones. Su vocación fue acumular experiencias y pulir su forma de expresarlas –hasta seis versiones llegó a escribir de Walden–. Este amante de la naturaleza, que se quejó de que había “profesores de filosofía” pero no auténticos filósofos, no pretendió construir un sistema sino describir la naturaleza y esculpir en contacto con ella su propia personalidad.
Pero antes de que renaciera ese amplio interés por él, Thoreau residía desde hace tiempo en el imaginario político como desobediente civil y apasionado abolicionista. En 1846, durante su estancia en Walden, fue arrestado por negarse a pagar impuestos: no quería colaborar con un Estado que participaba en una guerra injusta contra México y aceptaba la esclavitud. Para su disgusto, alguien pagó la multa y solo estuvo una noche en la cárcel. En 1848, y reflexionando sobre esta experiencia, ofreció una serie de conferencias sobre los derechos del individuo frente al Estado.
Inspirador de pacifistas y objetores
Para Thoreau, el individuo tiene el derecho de no cumplir las leyes que vulneren su conciencia. Lo más importante es salvaguardar la individualidad y la independencia, aunque eso implique ser sancionado No puede haber, afirma, un Estado realmente libre si no se reconoce que el individuo es “una potencia superior” y que se encuentra por encima del interés del poder político. Por eso es injusto obligar al ciudadano a ir en contra de sus principios.
El motivo que lleva a Thoreau a exigir la desobediencia civil es el mismo que le condujo a los bosques de Walden: la búsqueda de la autenticidad y el compromiso radical con la integridad. Es además esta la única existencia heroica que le queda al hombre moderno. La obligación más importante del ser humano es solo para consigo mismo: su deber es hacer siempre y en todo lo que crea correcto, con independencia de las modas, la ley o las sanciones que se le impongan.
El ejemplo de Thoreau fue fecundo. Siguieron su estela activistas como Gandhi o Martin Luther King y su llamamiento a la desobediencia es hoy recordado por los objetores de conciencia. Hay también cierta veta que han explotado los anarquistas. Pero no solo critica la tendencia tiránica del gobierno, sino que identifica la democracia con el respeto de la conciencia individual de los ciudadanos y su autonomía. Ahora bien, para Thoreau no existen los valores objetivos: solo la fidelidad del individuo a los suyos propios.
Tierra viva y divina
Pero ¿por qué decide retirarse a Walden? ¿Qué hay detrás de esta decisión: una simple pasión por la naturaleza o algo más? Construye su cabaña y se aparta de la civilización con el fin de salvarse. Así lo confiesa: “hasta que no perdamos el mundo, no nos encontraremos a nosotros mismos”. Y sigue, de nuevo, el consejo que daba Emerson al “intelectual americano”: en contacto con el mundo natural, emprende la tarea de educarse a sí mismo. Walden es el testimonio de su reforma interior, una suerte de Bildunsgroman en la que se esboza el proceso de madurez y la conquista de la independencia personal.
Con Walden y con otros ensayos –como Caminar–, Thoreau va perfilando una concepción de la naturaleza que el ambientalismo ha aprovechado y ha convertido en uno de sus pilares. Como místico, ensalza la belleza del mundo natural, defiende su valor intrínseco y la concibe en unidad con el hombre, restañando la quiebra moderna entre naturaleza y cultura. Como científico, se muestra atento a la variedad y observa las leyes de su desarrollo, buscando las conexiones y semejanzas entre las formas de vida y describiendo con la minuciosidad del botánico todo lo que observa.
A Thoreau le disgustaba la cultura cristiana. Su visión de la naturaleza está alejada de la propuesta por el cristianismo, en la que es un don de Dios y un símbolo. Cercano al naturalismo romántico, el pensador norteamericano sintetiza la exuberancia pagana con el panteísmo de tradición oriental. La naturaleza es una fuerza, un dinamismo, un proceso. Más que un objeto digno de respeto, un sujeto al que se le debe veneración. Thoreau no enaltece lo natural: lo diviniza, puesto que el entorno vivo sustituye al Dios cristiano. La tierra, señala, es poesía viva y su misión “volver a fijar las palabras en las cosas sensibles”.
Una épica americana
El correlato de esa naturaleza brutal, fecunda e inagotable es el individuo, el hombre que está llamado a convertirse en un héroe legendario. Las referencias épicas saturan la prosa de Thoreau y no son casuales ni un mero recurso retórico. Si, como afirma Harold Bloom, Emerson es el creador de la religión americana, Thoreau es, sin lugar a dudas, su profeta. El trascendentalismo comprendió que las fuentes religiosas y culturales de Estados Unidos eran prestadas y se habían marchitado. El renacimiento literario –Emerson, Thoreau, Hawthorne, Melville y Withman– ayudó a configurar el espíritu de su excepcionalismo y decretaron la independencia cultural de la nueva tierra prometida.
Pero en esa reconstrucción cultural, Estados Unidos necesitaba una nueva épica. Si Thoreau se aleja de la civilización, es para reflexionar sobre la posibilidad de la heroicidad en el mundo de hoy. Este “dios de los bosques”, como lo llamó Emerson, refunda el valor de lo salvaje y natural ante la civilización que amenaza con arrollarlo. El hombre decaído que abandona Concord desencantado, es el titán que vuelve de nuevo a la ciudad para hechizarla de nuevo con su mitología.
Thoreau es el Homero de Estados Unidos; Walden, su épica. El hombre autónomo y sencillo, el gran hombre, reivindicado en la obra de este pensador, es el valiente que asume los dictados de la naturaleza con gozo, potencia su creatividad y disfruta de una libertad absoluta. Es el niño en el que de nuevo el mundo empieza. El ciudadano americano no ha de llevar una existencia gregaria, sino amar el presente. ¿No hay aquí una inquietante similitud con el superhombre de Nietzsche? ¿No era el niño, el que ama y dice sí a la vida, la imagen de quien crea sentido mediante su voluntad de poder? ¿Hay que recordar, acaso, la profunda admiración que despertó Emerson, el maestro de Thoreau, en el autor del Zaratustra?
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