Un programa financiado por EE.UU. en el país centroamericano persigue arrebatar a los jóvenes de las garras del crimen y disminuir los niveles de violencia. Ya hay resultados.
La oleada de niños y adolescentes centroamericanos indocumentados que llegaron al sur de EE.UU. en el verano de 2014, tenía detrás de sí una bestia que la acosaba: la violencia, los altos niveles de criminalidad imperantes en sus países de origen.
Quien se arriesga a tanto con tan pocos años es porque lo tiene claro: mejor morir intentando alcanzar a un sitio seguro, que hacerlo bajo los golpes de machete con que las pandillas –las tristemente famosas maras– se deshacen de sus rivales, o de gente inocente que no pagó el “impuesto”, o de cualquiera que transite por el lugar equivocado.
La situación, sin embargo, está empezando a cambiar en algunos sitios, como Honduras. Allí, con el apoyo de la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID), se han estado implementando iniciativas de prevención del delito e inserción social que ya muestran algunos datos alentadores: si en 2012 la tasa de criminalidad del país era la más alta del mundo, con 90.4 homicidios por cada 100.000 habitantes, a inicios de 2016 ya se ubicaba en los 60. Solo para ilustrar: algunos de los sitios más críticos, como la noroccidental ciudad de Choloma, tenían un índice de 94,5 homicidios por cada 100.000 habitantes, pero a finales de 2013 la tasa había descendido a 68,3, una disminución del 20 por ciento.
Demasiados asesinatos aún, cierto. Pero “Roma no se hizo en un día”.
Mejor con el balón que con la navaja
En estos números esperanzadores está incidiendo la labor de los denominados Centros de Alcance (CDA), una estructura comunitaria que es parte del programa Alianza Joven Honduras-USAID. La agencia estadounidense se encarga de remodelar los edificios que se entregan para estos fines, así como de proveer todos los insumos necesarios, desde ordenadores hasta altavoces, material didáctico, balones de fútbol, vestuario, etc., y de facilitar el reclutamiento del personal especializado.
Los CDA trabajan con los jóvenes en situación de mayor vulnerabilidad, bien por estar en un entorno “complicado” –como ciertos barrios muy pobres en los que los criminales reclutan a sus nuevos sicarios–, bien por haber sufrido ya, en sí o en sus familiares, algún tipo de daño por parte de los pandilleros, o bien por haber sido, ellos mismos, miembros de esos grupos.
A día de hoy existen 46 de estas instituciones en 7 ciudades del país, en las que prestan su servicio solidario unos 1.200 voluntarios de las propias comunidades. En los centros, los chicos reciben clases de inglés, de música y de las materias que cursan en sus colegios; se les enseña cómo solucionar los conflictos por vía pacífica, y se les entrena en habilidades laborales que les permitan labrarse un futuro. De hecho, el apoyo incluye ayudarlos a insertarse laboralmente tras la formación recibida.
Y hay también deportes. Según escribe Sonia Nazario en un extenso reportaje sobre el tema en The New York Times, la USAID ha financiado la limpieza y habilitación de campos de fútbol abandonados, en los que, más que balones, lo que menudeaban eran los restos de personas asesinadas, allí tirados por los pandilleros.
Hoy el panorama es algo diferente. En Rivera Hernández, una de las barriadas más letales de la ciudad de San Pedro Sula, la periodista recoge el testimonio del voluntario Daniel Pacheco, carpintero y pastor evangélico, quien le revela su estrategia: suele concertar partidos de fútbol entre los chicos del CDA Casa de la Esperanza y un grupo de sicarios de la comarca –solo uno de estos cargaba sobre sus espaldas con más de 120 asesinatos–.
“Cuando los pandilleros regresan a casa –dice Pacheco–, se van directamente a la cama, agotados. Esa noche no matarán a nadie. Además, si juegan con los otros, ya no los verán como enemigos. Te dicen: ‘¿Cuándo es el próximo partido?’”.
Aceprensa
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