Todos sabemos que junto a la ceguera del cuerpo, como la de Bartimeo, existe también la del espíritu, gente que no ve, no cree en Dios, o que no quiere ver, no quiere creer, que es un mal más grave aún. Alguien ha dicho que para el que quiere creer existen muchos argumentos, pero para el que no quiere no existe ninguno.
Y hay algo peor aún, hay quien ve y quiere pero piensa erróneamente que no es posible vivir de acuerdo con esa fe. Bartimeo es de los que quieren ver, un buscador de la verdad, y oyendo el rumor de la muchedumbre que sigue a Jesús comenzó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”.
“Muchos le regañaban para que se callara”. También hoy existe una presión constante, agresiva, para acallar el grito que se dirige a Dios desde el interior del corazón humano. Sin embargo, como Bartimeo que gritaba más y más, el hombre que nace mortal en un mundo en que todo pasa y se disipa, anhela lo imperecedero y eterno.
No es a lo ancho de esta vida, que termina, sino a lo alto a donde el hombre apunta en toda búsqueda. No todo está en la mesa bien abastecida, la casa en el campo o la playa, el coche lujoso, los seguros sociales y todo lo que hace la vida más llevadera. De ser así, ese hombre satisfecho descrito por Brecht en su Vida de Galileo, se encontraría al abrigo del tedio (Moravia), de la tristeza (Sagan) y del asco (Sartre). Pero sabemos que no es así.
Bartimeo “soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús”. Para que el Señor nos conceda la vista -la fe es un don suyo-, debemos despojarnos del manto y dar el salto. Es decir, desprendernos de los presupuestos sobre los que apoyamos nuestra existencia. Como Abraham hubo de abandonar su tierra y su parentela, Moisés las sandalias y Bartimeo su manto, así el hombre debe conjugar su lógica con la de Dios o abandonarla en caso de conflicto.
En toda persona que desee sinceramente conocer a Dios tiene que despertar Abraham, y debe estar dispuesto a salir de Ur de Caldea, de lo que le es conocido y en lo que suele apoyarse para vivir en este mundo y dar el salto, atreverse con la inmensidad y misteriosa novedad de Dios.
“Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca de vista el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria.
Por eso, cuando sintáis serpentear en vuestra conciencia el amor propio, el cansancio, el desánimo, el peso de las pasiones, reaccionad prontamente y escuchad al Maestro” (S. Josemaría Escrivá). Es necesario invocar sin descanso al Señor con una fe recia y humilde como la de Bartimeo y, como él, tras escuchar esa contestación solidaria: "¿Qué quieres que haga por ti?”, responder: “Maestro, que pueda ver”.
Lectura del santo Evangelio según san Marcos (Mc 10, 46-52)
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
«Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí».
Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más:
«Hijo de David, ten compasión de mí».
Jesús se detuvo y dijo:
«Llamadlo».
Llamaron al ciego, diciéndole:
«Ánimo, levántate, que te llama».
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
«¿Qué quieres que te haga?».
El ciego le contestó:
«“Rabbuní”, que recobre la vista».
Jesús le dijo:
«Anda, tu fe te ha salvado».
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://lacrestadelaola2028.blogspot.com
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