Las lecturas de la Misa de hoy son un canto a la
misericordia divina. En la primera, el Señor perdona al rey David. En el
evangelio, Jesús se conmueve ante la
pecadora que tiene a sus pies. La conversación con Simón, el fariseo, es
también una invitación a que rectifique y acuda a la misericordia que le
brinda el Maestro.
Simón, callado, contempla la escena y menosprecia en su
interior a la mujer. Jesús la ha perdonado, y él, erigiéndose en juez, la
condena. Piensa también que Cristo, del que tanto se viene hablando, no es un
verdadero profeta. Quizá le ha invitado para observarle de cerca.
Simón no se da cuenta de sus faltas; tampoco es consciente
de que si no cometió más pecados y más graves se debió a la misericordia
divina, que lo preservó del mal. "Ama poco -comenta San Agustín- aquel que
es perdonado en poco. Tú, que dices no haber cometido muchos pecados, ¿por qué
no lo hiciste? Sin duda, porque Dios te llevó de la mano (...). Ningún pecado,
en efecto, comete un hombre que no pueda hacerlo también otro si Dios, que hizo
al hombre, no le tiene de su mano" [1].
No podemos olvidar la realidad de nuestras faltas, ni
achacarlas al ambiente, a las circunstancias que rodean nuestra vida, o
admitirlas como algo inevitable, disculpándonos y eludiendo la responsabilidad.
De esta manera cerraríamos las puertas al perdón y al reencuentro verdadero con
el Señor, como le ocurrió a este fariseo.
"Más que el pecado mismo -dice
San Juan Crisóstomo-, irrita y ofende a Dios que los pecadores no sientan dolor
alguno de sus pecados" [2]. Y no puede haber dolor si nos excusamos de
nuestras flaquezas. Por el contrario, hemos de examinarnos con profundidad, sin
limitarnos a la aceptación genérica de que somos pecadores. "No podemos
quedarnos -decía el entonces Cardenal Wojtyla- en la superficie del mal, hay
que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la
conciencia" [3]. Jesús conoce bien nuestro corazón y desea limpiarlo y
purificarlo.
Esta mujer manifestó a Jesús su gratitud y cariño desafiando
críticas y miradas despreciativas. Vierte en sus manos un poco de perfume y va
ungiendo poco a poco los pies del Señor con la atención y el respeto con que
una madre lava por primera vez a su criatura. Querría hablar, pero no puede y
las lágrimas brotan mansamente de sus ojos, tiernas y calientes, como una
ofrenda.
Ese llanto libera su corazón y empieza a embargarle una
emoción que la ahoga de alegría y que no sintió antes nunca, ni en las rodillas
de su madre, ni en los brazos de sus amantes. Llora agradecida por su castidad
recobrada, por su condena abrogada, y seca con sus cabellos los pies de quien
la ha liberado de la suciedad del pecado.
Porque amó mucho, se le perdonó mucho dice Jesús: ésta es la razón de tanto
perdón a aquella mujer. Terminará la escena con estas palabras consoladoras del
Señor: Tu fe te ha salvado, vete en paz. Recomienza tu vida con una nueva
esperanza.
Me viene a la memoria las palabras del Papa en el reciente
jubileo romano para los sacerdotes: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos
nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Pidamos a Santa María, Madre de la Misericordia que nos
obtenga de su Hijo un sincero dolor de nuestros pecados y un agradecimiento
efectivo por el sacramento de la Penitencia.
(1) SAN AGUSTIN,
Sermón 99, 6.
(2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo,14, 4.
(3) CARD. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC, Madrid
1978, p. 244.
Lectura del libro de Samuel (1S 12, 7-10.13)
En aquellos días, Natán dijo a David: –Así dice el Señor,
Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te
entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa
de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto.
¿Por qué
has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal?
Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la
espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con
la mujer de Urías. David respondió a Natán: –¡He pecado contra el Señor! Natán
le dijo: –El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (Lc 7, 36-8, 3)
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús,
entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad,
una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con
un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso
a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los
cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo
había invitado, se dijo: –Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que
lo está tocando y lo que es: una pecadora. Jesús tomó la palabra y le dijo:
–Simón, tengo algo que decirte. Él respondió: –Dímelo, maestro. Jesús le dijo:
–Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro
cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos.
¿Cuál de los
dos lo amará más? Simón contestó: –Supongo que aquel a quien le perdonó más.
Jesús le dijo: –Has juzgado rectamente. Y, volviéndose a la mujer, dijo a
Simón: –¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para
los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha
enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha
dejado de besarme los pies.
Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en
cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados
están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco
ama. Y a ella le dijo: –Tus pecados están perdonados. Los demás convidados
empezaron a decir entre sí: –¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
Pero
Jesús dijo a la mujer: –Tu fe te ha salvado, vete en paz. Después de esto iba
caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio
del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había
curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían
salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras
muchas que le ayudaban con sus bienes.
Gracias.
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