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domingo, 12 de junio de 2016

EL DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO 11º DEL T.O. (C)

Las lecturas de la Misa de hoy son un canto a la misericordia divina. En la primera, el Señor perdona al rey David. En el evangelio,  Jesús se conmueve ante la pecadora que tiene a sus pies. La conversación con Simón, el fariseo, es también una invitación a que rectifique y  acuda a la misericordia que le brinda el Maestro.

Simón, callado, contempla la escena y menosprecia en su interior a la mujer. Jesús la ha perdonado, y él, erigiéndose en juez, la condena. Piensa también que Cristo, del que tanto se viene hablando, no es un verdadero profeta. Quizá le ha invitado para observarle de cerca.

Simón no se da cuenta de sus faltas; tampoco es consciente de que si no cometió más pecados y más graves se debió a la misericordia divina, que lo preservó del mal. "Ama poco -comenta San Agustín- aquel que es perdonado en poco. Tú, que dices no haber cometido muchos pecados, ¿por qué no lo hiciste? Sin duda, porque Dios te llevó de la mano (...). Ningún pecado, en efecto, comete un hombre que no pueda hacerlo también otro si Dios, que hizo al hombre, no le tiene de su mano" [1].

No podemos olvidar la realidad de nuestras faltas, ni achacarlas al ambiente, a las circunstancias que rodean nuestra vida, o admitirlas como algo inevitable, disculpándonos y eludiendo la responsabilidad. De esta manera cerraríamos las puertas al perdón y al reencuentro verdadero con el Señor, como le ocurrió a este fariseo. 

"Más que el pecado mismo -dice San Juan Crisóstomo-, irrita y ofende a Dios que los pecadores no sientan dolor alguno de sus pecados" [2]. Y no puede haber dolor si nos excusamos de nuestras flaquezas. Por el contrario, hemos de examinarnos con profundidad, sin limitarnos a la aceptación genérica de que somos pecadores. "No podemos quedarnos -decía el entonces Cardenal Wojtyla- en la superficie del mal, hay que llegar a su raíz, a las causas, a la más honda verdad de la conciencia" [3]. Jesús conoce bien nuestro corazón y desea limpiarlo y purificarlo.

Esta mujer manifestó a Jesús su gratitud y cariño desafiando críticas y miradas despreciativas. Vierte en sus manos un poco de perfume y va ungiendo poco a poco los pies del Señor con la atención y el respeto con que una madre lava por primera vez a su criatura. Querría hablar, pero no puede y las lágrimas brotan mansamente de sus ojos, tiernas y calientes, como una ofrenda.

Ese llanto libera su corazón y empieza a embargarle una emoción que la ahoga de alegría y que no sintió antes nunca, ni en las rodillas de su madre, ni en los brazos de sus amantes. Llora agradecida por su castidad recobrada, por su condena abrogada, y seca con sus cabellos los pies de quien la ha liberado de la suciedad del pecado.


Porque amó mucho, se le perdonó mucho dice Jesús: ésta es la razón de tanto perdón a aquella mujer. Terminará la escena con estas palabras consoladoras del Señor: Tu fe te ha salvado, vete en paz. Recomienza tu vida con una nueva esperanza.


Me viene a la memoria las palabras del Papa en el reciente jubileo romano para los sacerdotes: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.

Pidamos a Santa María, Madre de la Misericordia que nos obtenga de su Hijo un sincero dolor de nuestros pecados y un agradecimiento efectivo por el sacramento de la Penitencia.

 (1) SAN AGUSTIN, Sermón 99, 6.
(2) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre San Mateo,14, 4.
(3) CARD. K. WOJTYLA, Signo de contradicción, BAC, Madrid 1978, p. 244.

Lectura del libro de Samuel (1S 12, 7-10.13)

En aquellos días, Natán dijo a David: –Así dice el Señor, Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto. 
¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías. David respondió a Natán: –¡He pecado contra el Señor! Natán le dijo: –El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.


Lectura del santo Evangelio según san Lucas (Lc 7, 36-8, 3)


En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. 

Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo: –Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora. Jesús tomó la palabra y le dijo: –Simón, tengo algo que decirte. Él respondió: –Dímelo, maestro. Jesús le dijo: –Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. 

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: –Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: –Has juzgado rectamente. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: –¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. 

Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama. Y a ella le dijo: –Tus pecados están perdonados. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: –¿Quién es éste, que hasta perdona pecados? 

Pero Jesús dijo a la mujer: –Tu fe te ha salvado, vete en paz. Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

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