Yo soy una persona honrada. No miento. No critico (salvo al árbitro y a los políticos). No extorsiono a nadie ni me quedo con lo que no es mío. Tengo una familia y trato de educar a mis hijos y prepararles un futuro digno... Lo cual en el mundo en que vivimos ya es algo. No soy como los demás..., ni como ese publicano. Tal vez no se hace nada malo deliberadamente, y si se hizo se pide perdón y se rectifica. Pero, ¿podemos garantizar que hay un empeño sostenido por agradar a Dios y por el bien de los demás?
Con una cierta complacencia van enumerando algunos lo que de bueno realizan -cuando la mano derecha no debería enterarse de lo que hace la izquierda- y olvidando que delante de Dios siempre seremos deudores y, por mucho que hagamos, nunca será bastante, tan sólo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer (Cf Lc 17,10).
¡Qué pagados de sí mismos viven algunos! Yo tengo mi moral. La conciencia no me acusa de nada. Soy fiel a mí mismo. ¡Cuántos que por un progresivo encariñamiento con la vida cómoda y un código moral a la carta, como suele decirse, han ido anestesiando su conciencia y viven orgullosos de su propia rectitud! ¡Nadie es buen juez en causa propia, como afirma el sentir popular! "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros", asegura con rotundidad S. Juan (1 Jn 1,8).
Acudir al templo y ponerse en la presencia de Dios con la conciencia dolorida por nuestras ofensas y olvidos, es lo que nos justifica ante Dios, "porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido", como nos dice Jesús en esta soberbia parábola. Un poco de meditación con el Santo Evangelio y un examen más detenido de nuestro modo de obrar nos ayudaría a despabilar la conciencia despertándola de ese sueño complaciente.
Un vistazo más detenido a las distintas habitaciones y enseres de esa casa nuestra que es el alma, tal vez descubriría que el polvo se ha amontonado en algunos rincones, que hay desperfectos y cosas que no funcionan. ¿Quién es lo bastante bueno como para asegurar que ordinariamente se extralimita en sus deberes con Dios, con los demás y consigo mismo? ¿Quién puede asegurar honestamente que ha mantenido cerradas las puertas y ventanas de su corazón a la suciedad exterior o que alguna rata incluso no se ha introducido en la bodega donde guardamos las provisiones? Examinarse, para ver como vamos es tan necesario como llevar el coche al taller, el traje a la tintorería o ir al médico de tanto en tanto. Nos conoceríamos mejor y abandonaríamos ese aire satisfecho que en el plano moral es inapropiado.
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (Lc 18, 9-14)
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
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