Es Navidad. La Palabra de Dios está en el mundo. Innumerables sentimientos y afectos atravesados de un gozo inmenso se agolpan en los creyentes.
Dios se presenta en la atractiva forma de un Niño y en el seno de una familia. Aleluya. Os traigo la buena noticia: os ha nacido el Salvador. Canta la Iglesia en la Solemnidad de hoy.
Por la Encarnación del Hijo de Dios se produjo la unión entre lo divino y lo humano, lo temporal y eterno, la Santidad absoluta y la imperfección humana, proporcionando a toda criatura, desde ese momento, una dignidad de escalofrío. La Omnipotencia de Dios unida a la debilidad humana: Emmanuel, Dios con nosotros y para nosotros, porque para nuestra salvación bajó del Cielo. Sí, "Dios amó tanto al mundo que la ha dado su propio Hijo Unigénito" (Jn 3,16).
Nadie ha hecho tanto por la Humanidad, ni ha elevado la dignidad de toda criatura, ni dado un valor al trabajo, al sufrimiento y a los mil sinsabores y alegrías de esta vida, como la Encarnación del Hijo de Dios. También el cuerpo ha sido santificado. Al ser asumido por el Verbo, ese cuerpo nuestro resucitará un día para que vea la gloria del Creador del Universo.
Dios sale al encuentro de cada uno. La bella prosa del poeta nos lo recuerda: Era
en Belén y era Noche buena la noche. Apenas ni la puerta crujió cuando entrara.
Era una mujer seca, harapienta y oscura; con la frente de arrugas y la espalda
curvada. Venía sucia de barro, de polvo de caminos. La iluminó la luna y no
tenía sombra.
Tembló María al verla; la mula no, ni el buey; rumiando paja y
heno como si tal cosa. Tenía los cabellos largos color ceniza, color de mucho
tiempo, color de viento antiguo; en sus ojos se abría la primera mirada y cada
paso era tan lento como un siglo. Temió María al verla acercarse a la cuna.
En
sus manos de tierra, ¡oh Dios!, ¿qué llevaría?... Se dobló sobre el Niño, lloró
infinitamente y le ofreció la cosa que llevaba escondida. La Virgen, asombrada,
la vio al fin levantarse. ¡Era una mujer muy bella, esbelta y luminosa! El Niño
la miraba. También la mula. El buey mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.
Era en Belén y era Noche buena la noche. Apenas ni la puerta crujió cuando se
iba. María al conocerla gritó y la llamó ¡Madre! Eva miró a la Virgen y la
llamó ¡Bendita! ¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella! Afuera
aún era pura, dura la nieve y fría. Dentro, al fin, Dios dormido, sonreía
teniendo entre sus dedos niños la manzana mordida”.
El Verbo se hizo carne y puso su tienda, su tabernáculo, entre nosotros. Dios está en los sagrarios de nuestras iglesias. La alegría por esta llegada de Dios a la tierra ha de traducirse en una acogida a ese Dios distinta a la que tuvo el año 15 del reinado de Tiberio y que Lucas describe así: "No hubo sitio en el mesón". Cristo debe tener un lugar de privilegio en el mesón de nuestra alma, eliminando los huéspedes que le dificultan el alojamiento: la indiferencia, la ignorancia, la comodidad egoísta...
¡Hagamos el propósito de mostrar al Señor nuestra gratitud acudiendo con la frecuencia que nos sea posible a la Sta Misa, recibiéndole en la Eucaristía y acogiéndole también en quienes nos rodean, porque Él está en cada uno, en los más necesitados.
Hay que hacer un sitio de honor a Dios en nuestra vida. Él no es un huésped extraño, molesto, inoportuno... Es nuestro Padre, nuestro Liberador. Él no llega rodeado del aparato de poder que acompaña a los poderosos, llega como un niño inerme al que es fácil querer, pero también no hacer caso.
Llega en la predicación de su Iglesia, en los Sacramentos... Yo, ¿salgo al encuentro del Señor con alegría, abriéndole las puertas de mi corazón o el mesón del alma está abarrotado de preocupaciones, excusas o de una helada indiferencia? ¡Recibamos al Señor que llega con la apertura y el calor que merece Aquel de quien lo hemos recibido todo!
Juan Ramón Domínguez Palacios
http://lacrestadelaola2028.blogspot.com
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