Los cuatro evangelistas nos cuentan, en seis relatos, este milagro cargado de simbolismo que acabamos de escuchar. Se advierte el impacto que ejerció en los discípulos y la dimensión cultual que la Iglesia apostólica le concedió como prueba de que los tiempos mesiánicos se habían cumplido con la llegada de Jesucristo.
Este milagro tiene un trasfondo viejotestamentario que destaca además la superioridad de Jesús sobre Moisés y los Profetas. Tanto el maná con que Moisés alimentó al pueblo en el desierto (Ex 16), como la multiplicación del aceite y la harina por Elías en Sarepta (1 R 17,7-16), así como la multiplicación de los panes de cebada por Eliseo en Gilgal (2 R 4,42-44), son un anticipo de esta abundancia que Jesús reparte y que, a su vez, es el preludio de la que disfrutaremos en el banquete definitivo en el Reino de los Cielos.
La alusión sacramental a la Eucaristía queda patente en el gesto de Jesús antes de operar el milagro: “Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”. San Juan, al narrar este milagro, pondrá de manifiesto su dimensión eucarística con el discurso del pan de vida. La iconografía cristiana de los primeros siglos utilizará los panes y los peces como símbolos de la Eucaristía en pinturas, relieves, mosaicos..., en los lugares dedicados al culto.
Jesús ve el hambre de todos los hombres de todos los tiempos en aquel gentío que se agolpa a su alrededor. Hambre de una plenitud que en esta vida no puede ser satisfecha. Hambre de Dios, aunque no lo sepan. Y se apresura a calmarla ofreciendo un alimento que, además de saciar, resulta sobrante: doce cestos llenos. ¿Es necesario recordar que en esta vida no hay campos ni fuentes que puedan calmar el hambre y apagar la sed de infinito que toda criatura siente? Sólo en Dios encontramos la plenitud que el corazón humano anhela. Una plenitud desbordante.
En Jesucristo tenemos la respuesta a las más altas expectativas de nuestro corazón, un profundo anhelo de vida que, si no se viera cumplido, convertiría nuestra existencia en un rompecabezas maldito. ¡Vivir! ¡Vivir sin la amenaza constante de la muerte! “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54). El Cuerpo y la Sangre del Señor, es lo que nos permite traspasar el umbral de esta vida sin congoja e ingresar allí donde Dios mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, porque todo eso ya ha pasado (Cfr Apoc 21,4).
Lectura del santo Evangelio según san Mateo
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: –Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas, y se compren de comer. Jesús les replicó: –No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: –Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: –Traédmelos. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
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