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domingo, 11 de septiembre de 2016

EL DÍA DEL SEÑOR: DOMINGO 24º DEL T.O. (C)


Misericordia, Dios mío, por tu bondad, // por tu inmensa compasión borra mi culpa. // Lava del todo mi delito, // Limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, // renuévame por dentro... // un corazón contrito y humillado tú no lo despreciarás [1].

La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Leemos en la Primera lectura [2] cómo Moisés intercede por el pueblo de Dios, que muy pronto ha olvidado el pacto de la Alianza y se ha construido un becerro de oro, mientras él se encontraba en el Sinaí. 

Moisés no trata de excusar el pecado del pueblo, sino que apoya su plegaria en Dios mismo, en sus antiguas promesas, en su misericordia. El mismo San Pablo nos habla en la Segunda lectura [3] de su propia experiencia: Podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia. Es la experiencia íntima de cada uno de nosotros. Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón.


En el Evangelio de la Misa [4] San Lucas recoge esas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. El personaje central de estas parábolas es Dios mismo, que pone todos los medios para recuperar a sus hijos maltrechos por el pecado: es el pastor que sale tras la oveja descarriada hasta que la encuentra, y luego la carga sobre sus hombros, porque la ve fatigada y exhausta por su descarrío; es la mujer que ha perdido una moneda y enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que la halla; es el padre que, movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño... 

"En su gran amor por la humanidad, Dios va tras el hombre -escribe Clemente de Alejandría- como la madre vuela sobre el pajarillo cuando éste cae del nido; y si la serpiente lo está devorando, revolotea alrededor gimiendo por sus polluelos (cfr. Dt 32, 11). Así Dios busca paternalmente a la criatura, la cura de su caída, persigue a la bestia salvaje y recoge al hijo, animándole a volver, a volar hacia el nido" [5].

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? ¿Cómo no vamos a llevar a nuestros amigos hasta ese sacramento de la misericordia, donde se devuelve la paz, la alegría y la dignidad perdidas? 

La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento. Antes que nosotros alcemos la mano pidiendo ayuda, ya ha tendido Él la suya -mano fuerte de padre- para levantarnos y ayudarnos a seguir adelante.

(1) Salmo responsorial. Sal 51, 3; 4; 12; 19.
(2) Ex 32, 7 - 11; 13 - 14.
(3) 1Tm 1, 15 - 16.
(4) Lc 15, 1 - 32.

(5) CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Protréptico, 10

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