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jueves, 15 de septiembre de 2016

Roger Scruton, algo más que un conservador

A pesar de ser considerado uno de los principales representantes del pensamiento conservador británico, la obra de Scruton traspasa la teoría política. Su atenta mirada a la realidad y su penetrante análisis de los problemas sociales y culturales, ajeno y crítico a las modas y los tópicos intelectuales, han convertido a este prudente escéptico en un pensador incómodo, pero también en una referencia, en el panorama intelectual contemporáneo.

Roger Scruton (n. 1944) fue testigo en París de las revueltas del 68, pero confiesa en sus memorias que los disturbios le desencantaron del radicalismo político, empeñado en destruir la cultura y las instituciones que respetaba. De una u otra manera, esa revolución ha estado presente en toda la obra de este polifacético pensador británico, que ha profundizado sobre los orígenes intelectuales de aquel movimiento y denunciado con precisión sus amplias consecuencias.

Frente al radicalismo

El conservadurismo de Scruton nace de aquella experiencia. Sus primeras obras no han perdido vigencia. También en la actualidad parece tambalearse el orden político y desintegrarse la cohesión social. No ha desaparecido el clima antiinstitucional, ni han perdido su prestigio los intelectuales de tendencia radical. Para Scruton, es indispensable hacer frente con argumentos a ese discurso contrario a las instituciones sobre las que se asienta la convivencia en las sociedades libres.
La revolución del 68 fue un fracaso en términos políticos, pero su mensaje emancipador ha calado en el cuerpo social. En sus ensayos advierte de la alarmante politización de la cultura y de los valores. No es un conservador partidista y se sitúa en la línea humanista de T.S. Eliot. La tradición, la patria y el derecho, es decir, el depósito de costumbres civilizadas destiladas a lo largo de la historia, es lo que hace familiar y cercana la realidad política, y lo que como intelectual busca salvaguardar. Como para M. Oakeshott, ser conservador es, en su caso, también “una actitud”.
Su cultura enciclopédica, y el elitismo cultural que defiende con complacencia, le alejan del estilo ideologizado y del barroquismo posmoderno, pero ello no le impide responder con beligerancia al extendido uso de clichés y falacias argumentativas.

Defensa de las instituciones

No le ha resultado fácil defender los valores tradicionales, el orden, la función positiva de la autoridad y la prudencia política ante el embate, por un lado, del individualismo liberal y, por otro, de la utopía reformista de la nueva izquierda. Para él, ninguna de estas doctrinas entiende la dinámica de la vida social.
Así, por ejemplo, se ha extendido la idea de que la libertad resulta incompatible con la existencia de un marco institucional o con los valores morales. Sin embargo, en su opinión, la libertad está marcada por la experiencia humana de la reciprocidad y presupone un orden social institucionalizado. El individuo, como ser absolutamente autónomo, es una ficción de la teoría política.
A diferencia de quienes creen que la política se realiza a golpe de decreto y programa, de decisiones y de ingeniería social, aboga por una visión comunitaria asentada sobre acuerdos recíprocos, compromisos libres, muchas veces tácitos, y responsabilidad. El apego y la cercanía fundan comunidades estables. Justamente de esa vida en común espontánea nacen las instituciones, que no son resultado de la planificación, y que no reprimen la libertad, sino que garantizan su ejercicio.
“Una sociedad libre –afirma en Los usos del pesimismo, uno de sus libros más conocidos– es una comunidad de seres responsables, unidos por las leyes de la simpatía y las obligaciones del amor familiar. No es una sociedad donde la gente se encuentre desposeída de cualquier restricción moral, pues el resultado sería precisamente lo opuesto a la sociedad”.
Para el pensador británico, el reformista de hoy ha tomado el testigo del antiguo revolucionario y, como este, pretende configurar la convivencia política desde cero, sin presupuestos. Siguen reinando los mitos ilustrados. Tales doctrinas niegan que exista un orden comunitario y prepolítico que define las instituciones. Pero las instituciones sirven a determinados fines, de modo que más que abolirlas o transformarlas, se ha de garantizar su independencia.
El conservador, sin embargo, no se opone al cambio ni se aferra irreflexivamente al pasado; simplemente desconfía de los que Scruton denomina “optimistas sin escrúpulos”, es decir, los aferrados a la mitología del progreso que sueñan con mejorar la suerte de la humanidad mediante reformas abstractas.
Esa proyección política de la redención, realizada de espaldas a la sociedad civil, se le antoja frívola y falaz. Se trata de una forma de pensar poco responsable, ya que no tiene en cuenta sus consecuencias despersonalizadoras: mina los fundamentos de la vida comunitaria y convierte a los ciudadanos en seres desarraigados, irresponsables y amorales.
Scruton conoce de cerca los efectos de esos planteamientos utópicos y los rasgos totalitarios que adquieren. Durante la década de los ochenta tomó contacto con los disidentes de Europa del Este y les ayudó tanto política como intelectualmente en la clandestinidad. Esta cercanía con quienes se encontraban privados de libertades políticas le llevó a tomar conciencia de lo perniciosas que son las mitologías políticas.

Mejorar uno mismo

Pese a los saldos negativos de las ideologías del progreso, se asiste de nuevo hoy a la revitalización de su discurso. ¿Por qué, se pregunta Scruton, siguen ejerciendo tanto atractivo sobre la opinión pública las propuestas radicales y utópicas? A su juicio, estos “optimistas” políticos prometen una solución rápida a los males sociales, creen haber identificado claramente la causa y, sobre todo, eximen al ciudadano de su responsabilidad en la deriva de la sociedad a la que pertenece.
La injusticia social, la corrupción, la desigualdad o discriminación tendrían así un supuesto culpable, ya sea una clase, una casta o el propio sistema. Se elude el compromiso personal del ciudadano, olvidando que, como recuerda el filósofo británico, la única forma de mejorar la sociedad “es mejorando personalmente cada uno de nosotros”.
La política exige prudencia y responsabilidad, concreción, y calcular las consecuencias. Scruton apoya una política realista, que tenga en cuenta que “las decisiones humanas se toman en un contexto y lugar determinado”. Habla así de la “política real”, hecha mediante negociaciones, transacciones y acuerdos entre los diversos intereses sociales.
Nihilismo institucionalizado
En 1985 Scruton publicó Thinkers of the New Left, un ensayo en el que desmontaba los presupuestos filosóficos de catorce pensadores de moda, desde Althusser hasta Foucault. Denunciaba en sus páginas la connivencia de los filósofos progresistas con el comunismo y veía extenderse cierto resentimiento entre la élite cultural sobre la civilización occidental.
Este ajuste de cuentas con la figura del intelectual comprometido en teoría con la justicia social, pero también con una existencia burguesa, y cuya influencia amenazaba los valores tradicionales, le costó su carrera académica. En 2015 publicó una segunda edición ampliada –Fools, Frauds and Firebrands: Thinkers of the New Left– donde, entre otras cosas, ridiculiza la fraseología posmoderna, rebate el relativismo del liberalismo progresista americano y descubre la vacuidad provocadora de Žižek.
Para Scruton, el intelectual afectado y naíf ha devaluado la vida intelectual y cultural. Como contrapartida se ha “institucionalizado” el nihilismo. Y lo más trágico, en su opinión, ha sido la instalación de las imposturas y modas filosóficas –desde los estudios culturales hasta las luchas de género– en la universidad. La devoción por la verdad y la cultura, por la alta cultura, ha sido reemplazada por una jerga especializada y presuntuosa que ha politizado las humanidades y las han alejado del hombre. La academia ya no sirve para tomar conciencia de nuestra herencia cultural, respetarla y conservarla, sino para emanciparse de ella y alentar el radicalismo político.
Lo paradójico es que el relativismo posmoderno haya generado una forma de pensar absolutista, una ortodoxia inflexible que ha convertido lo políticamente correcto en dogma. Scruton, mucho antes de que otros lo hicieran, denunció la censura instalada en los campus universitarios y la inclinación a la izquierda de los departamentos de humanidades y ciencias sociales (ver “La escolástica relativista”: Aceprensa, 14-05-2014).

Degradación estética

Como en el caso de uno de sus autores más admirados, Edmund Burke, en Scruton se concita también la preocupación política con el interés teórico por la estética, ámbito en el que es un experto reconocido. Quizá porque hay cierta analogía entre el campo de la política y el del arte: en ambos coexiste la lucha por lo nuevo y la innovación con el respeto por lo clásico o tradicional.
De la misma manera que la libertad, también la creatividad artística exige acatar ciertas reglas. El arte no es la expresión arbitraria del genio del artista, pues incluso quienes lo transforman con sus creaciones, comenta Scruton, han tenido primero que interiorizar una tradición y seguir determinadas reglas; si no, sus obras no resultarían inteligibles.
Se enfrenta también a la idea de que el valor de una obra depende de la apreciación del espectador o de las resonancias emotivas que provoque en quien la contempla. Por el contrario, la calidad de un objeto artístico reside en su capacidad de revelar belleza. Compara la experiencia estética con el encuentro interpersonal: entre objeto y espectador se establece una relación con algo que no es meramente un objeto o una cosa, sino un fin con un valor intrínseco y que abre para el hombre el ámbito del sentido.
Cuando el arte se instrumentaliza, se degrada estéticamente. Scruton ha criticado las últimas tendencias artísticas, especialmente las arquitectónicas. La proliferación de viviendas funcionales y de espacios vacíos no posibilita la construcción de un hogar; la ordenación urbana moderna, que dificulta el encuentro y la cercanía entre las personas, tiene también efectos despersonalizadores. Otro de sus campos de estudio ha sido la música, que le apasiona.
La dimensión interpersonal
Las obras de este sabio irónico y culto ofrecen un diagnóstico penetrante y certero de la situación política y cultural, pero revelan también alternativas esperanzadoras.
En este sentido, puede decirse que su contribución para la regeneración –tanto política como moral y estética– pasa por el redescubrimiento de la dimensión interpersonal. Esta intuición se atisba ya en sus primeros ensayos, pero se ha ido aclarando paulatinamente a lo largo de su trayectoria.
En uno de sus últimos textos, El alma del mundo, publicado recientemente en castellano, explica que hay dos formas de descubrir lo real. Defiende lo que llama “dualismo cognitivo”, según el cual el hombre puede observar la realidad físico-natural, sometida a la causalidad, donde halla cosas, instrumentos o medios; o descubrir el “mundo de la vida”, el ámbito del sentido, del entendimiento interpersonal y de la libertad, que emana del primero. Es en esta dimensión donde la cultura, la política, el arte o la religión adquieren su significado.
“Estamos –explica– suspendidos entre la libertad y el mecanicismo, sujeto y objeto, fin y medios, belleza y fealdad, santidad y profanación. Y todas estas distinciones derivan del hecho fundamental: que podemos vivir abiertos a los otros (…) o cerrarnos y verlos como objetos”.
Esos dos ámbitos resultan irreductibles: explicar el mundo de la vida causalmente exigiría renunciar a la libertad y tratar a los demás, y al propio yo, como objetos, no como sujetos.
Sexualidad trivializada
La interpretación del deseo que hacen los defensores de la revolución es desde este punto de vista equivocada. Como explica en Sexual Desire: A Moral Philosophy of Erotic(1986), la sexualidad no puede ser aislada de las referencias morales, precisamente porque está enmarcada en la relación personal entre hombre y mujer.
La trivialización de la sexualidad y la defensa de la perversión como una expresión del deseo individual representan una forma de narcisismo: si se desliga la sexualidad de la relación entre personas y del compromiso interpersonal, el sujeto se envuelve en sí mismo y termina instrumentalizando a la otra parte.
Aludiendo a la noción de intencionalidad, explica la dinámica del deseo: este se dirige a otra persona y precisamente su direccionalidad es lo que le hace susceptible de recibir una calificación moral. En efecto, al revelarse la relación sexual como encuentro interpersonal, según Scruton, tiene sentido la pregunta sobre si la expresión del deseo es adecuada o inadecuada.
El pensador británico ha explicado su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo, pero a lo largo del tiempo ha matizado su opinión sobre la homosexualidad. Además, y sobre la base de ese dualismo cognitivo que defiende, ha lamentado la concepción contractualista del matrimonio, ya que somete lo que es una donación personal y estable a la voluntad de las partes, cosifica el compromiso personal y devalúa el sentido de la relación entre los esposos.

La apertura a lo sagrado

Al hilo de sus reflexiones sobre el encuentro interpersonal, Scruton ha enriquecido el debate contemporáneo sobre la religión, superando los prejuicios del cientificismo, que rechaza lo sobrenatural y considera que lo religioso es irracional.
Para Scruton, la religión es un encuentro personal del hombre con un ser trascendente. El rito, que sustenta la relación del hombre con lo absoluto y determina la apertura de la finitud a la trascendencia, constituye el núcleo de lo religioso. Además lo sagrado y lo comunitario se dan conjuntamente; por ello, la religión implica también el desarrollo de un sentido de pertenencia. De ahí que resulte tan relevante para la integración social.
Es en esa dimensión del mundo de la vida y del sentido, de las relaciones interpersonales, en el que se descubre la existencia como don y se llega a lo absoluto, es decir, a Dios como respuesta última. La fe es entendida como una mirada que busca más allá de esa dimensión físico-natural de la ciencia y que permite la revelación del mundo como orden creado.
aceprensa.com

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