La reforma del sistema migratorio es un tema candente desde hace años en Estados Unidos. Ni George W. Bush ni Barack Obama consiguieron que el Congreso diera el visto bueno a sus proyectos de reforma. Ahora, Donald Trump parece decidido a saltarse este debate a golpe de decreto. Pero cualquier intento de zanjar este asunto con mano dura está destinado al fracaso.
La prohibición por decreto de la entrada a EE.UU. de inmigrantes y refugiados de siete países de mayoría musulmana sigue granjeando críticas a Trump. El veto temporal, aprobado el 27 de enero, venía precedido de otras polémicas decisiones en materia migratoria.
Dos días antes, el presidente republicano había firmado sendas órdenes ejecutivas para ampliar el muro en la frontera con México –que actualmente cubre unos 1.100 kilómetros, o sea, un tercio–, construir más centros de detención, ampliar la patrulla fronteriza, agilizar las deportaciones y retirar los fondos federales a las ciudades que den facilidades a los inmigrantes que entraron en el país de forma ilegal.
Aparcar los estereotipos
Durante los últimos años, las grandes ciudades han sido testigo del cambio de perfil de los inmigrantes. Frente al estereotipo del extranjero que llega a EE.UU. para dedicarse a tareas de baja cualificación, el think tank de izquierdas Fiscal Policy Institute (FPI) reveló en 2010 que en las 25 áreas metropolitanas más grandes del país había casi tantos trabajadores extranjeros cualificados como no cualificados. En 14 de esas 25 ciudades, eran mayoría los que tenían un alto grado de preparación.
El FPI subrayó entonces la contribución de los inmigrantes al crecimiento económico de muchas de esas ciudades, un argumento que en teoría podría tranquilizar a los republicanos más contrarios a la reforma migratoria. Ahora, el FPI vuelve a insistir en esta idea en un nuevo informe publicado conjuntamente con el Center for American Progress.
El periodista del Wall Street Journal Will Connors, quien se hace eco de este informe, explica que el argumento de la contribución económica de los inmigrantes no solo lo están esgrimiendo las grandes “ciudades santuario” como Chicago, San Francisco o Nueva York –de tendencia demócrata–, sino también otras más pequeñas como Columbus (Ohio), Troy (Míchigan) o Garden City (Kansas), situadas en el “Cinturón del Óxido” y el Medio Oeste, donde Trump es muy popular.
Republicanos a favor de la inmigración
Aunque algunas autoridades republicanas de esos estados apoyan el veto de Trump, otras del mismo partido se han mostrado favorables a la acogida de inmigrantes y refugiados. El estado de Míchigan, controlado por los republicanos, fue el que más refugiados sirios acogió el año pasado después de California, observa Connors. Detroit, una ciudad industrial de ese estado, cuenta con la denominación de origen “immigrant-friendly city”. En general, las autoridades de esas ciudades coinciden en que la llegada de inmigrantes ha dado un nuevo impulso a la economía.
Connor aporta otro dato para mostrar la ineficacia del veto migratorio. De las 180 personas acusadas de delitos relacionados con el terrorismo yihadista en suelo estadounidense, solo 11 procedían de Siria, Irak, Irán, Libia, Yemen, Sudán o Somalia, los siete países vetados por Trump.
Pero es muy posible que estos datos no convenzan a los republicanos que se oponen a cualquier proyecto de reforma migratoria que contemple un camino para regularizar a los inmigrantes que han entrado de forma ilegal en el país. La resistencia republicana a la inmigración ilegal es particularmente fuerte en estados del sur como Arizona, Alabama, Georgia o Carolina del Sur.
Castigar al que incumple la ley
Ocurrió en tiempos de Bush y se repitió con Obama: los republicanos de la Cámara de Representantes frustraron sus proyectos de reforma no tanto por cuestiones económicas o de seguridad –ambos querían reforzar los controles fronterizos–, sino porque preveían un proceso de regularización que los más reacios veían (y siguen viendo) como una “amnistía” para los sin papeles.
Este punto del debate migratorio, quizá el más conflictivo, refleja bien la idea de justicia que utilizan los republicanos de mano dura. A ellos se ajusta mejor que a nadie lo que dice el lingüista George Lakoff sobre los conservadores: “Dentro de la moral del Padre Estricto, los inmigrantes ilegales son actores que incumplen la ley y deben ser castigados. (…) Esperar que el Estado proporcione alimento, techo y atención sanitaria a los inmigrantes ilegales es como esperar que una familia alimente y dé techo y cuidados a niños del barrio que se cuelan en nuestra casa sin permiso”, escribe en Política moral.
Ampliar la noción de justicia
Los más comprensivos con la inmigración ilegal, en cambio, ven este punto del debate desde la perspectiva del Progenitor Atento, añade Lakoff. En su mayoría, los sin papeles “son considerados personas inocentes, sin recursos, que buscan una vida mejor y que a menudo son víctimas de la explotación”. También los progresistas funcionan con categorías morales en este debate: es justo que el Estado garantice unos servicios básicos a los inmigrantes –aunque sean ilegales–, porque, gracias a las tareas que realizan en los hogares de clase media y alta, ambos progenitores pueden trabajar fuera de casa y ganar dos sueldos, lo que permite “al Estado recaudar más impuestos, (…) y a muchos sectores, obtener más beneficios, los cuales están gravados”.
Un argumento similar emplea el arzobispo de Los Ángeles, Mons. José Gómez, de origen mexicano y elegido hace poco vicepresidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos. Para moderar el afán justiciero de quienes quieren castigar a los sin papeles, insiste en ampliarles su concepto de la justicia: “Por poco dinero trabajan en nuestros restaurantes y en nuestros campos; en nuestras industrias, jardines, hogares y hoteles. Les falta la protección social suficiente frente a la enfermedad, la discapacidad o la vejez. (…) Sirven como niñeras y cuidadoras, pero sus hijos no pueden obtener un empleo [con contrato] o estudiar en la universidad porque sus padres los trajeron de forma ilegal al país”.
Ganarse la ciudadanía
La cuestión de los inmigrantes ilegales –unos 11 millones en el país– es importante porque da el tono general a un debate más moral que económico. En realidad, ni Bush ni Obama plantearon un perdón sin condiciones: la regularización estaba prevista bajo determinados requisitos y siempre con la idea de que quienes habían quebrantado la ley debían ganarse su derecho a la residencia permanente, a través por ejemplo del pago de una multa como compensación por no haber pagado impuestos mientras vivían en la clandestinidad.
El matiz es clave, porque afecta –de nuevo– a las dos ideas de justicia más extendidas en la política estadounidense. Como explicó Alasdair Macintyre en su libro Tras la virtud, en general, el norteamericano medio se debate entre dos nociones de justicia: una se fundamenta en pretensiones basadas en el legítimo derecho; la otra, en pretensiones basadas en las necesidades básicas. Y ambas hacen referencia al mérito: “Lo que A aduce en su propio beneficio, no es solo que tiene derecho a lo ganado, sino que se lo merece en razón de su vida de trabajo duro; lo que B lamenta en beneficio de los pobres y marginados es que su pobreza y su marginación son inmerecidas y por tanto injustificadas”.
Visto así, el dilema de la “amnistía” pierde fuerza: es verdad que los que entraron de forma ilegal en el país incumplieron la ley, pero pueden reparar ese incumplimiento pagando sus impuestos atrasados. Hay razones morales –acentuadas por la situación actual en que muchos sin papeles se encuentran– para darles la oportunidad de adquirir legítimamente un derecho al que aspiran.
aceprensa.com
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