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domingo, 15 de octubre de 2017

El día del Señor: domingo 28º del T.O. (A)

Con la expresiva imagen de un gran banquete de “manjares suculentos, un festín de vinos de solera”, la Iglesia nos recuerda que la llamada del Señor a seguirle de cerca da una cumplida respuesta a los anhelos más genuinos del corazón humano: “aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los ojos” (1ª Lect).
La imagen del banquete de bodas alude a la intimidad que Dios desea establecer con cada uno de nosotros en este mundo y que tendrá su culminación en el Cielo.”He aquí que estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3,20). Dios nos llama: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”. Dios nos llama. Esta Celebración Eucarística es otro intento más del Señor, porque este Banquete Dominical es un anticipo del Eterno, el Cielo comienza ya aquí en la tierra. “Hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo” (San Josemaría Escrivá).
¡No puedo, estoy muy ocupado! ¡No tengo tiempo, imposible! ¡Lo siento! Los jóvenes no tienen tiempo porque están labrándose el porvenir: los exámenes, las oposiciones, la novia, el novio... Más tarde, cuando son padres o madres de familia, han de ocuparse del futuro del hogar y, naturalmente, no tienen tiempo. Todos nos vemos asediados por esta tentación: dispensarnos de acudir a la llamada divina llevando una vida de oración y frecuencia de Sacramentos, de servicio generoso a los demás, de formación doctrinal y de lucha contra nuestros instintos, por estar absorbidos por el trabajo de cada día.

“El rey montó en cólera”. La irritación divina nos invita a este sencillo y grave razonamiento: las excusas son buenas, los modales corteses aunque también hay malos tratos a los enviados de Dios, pero existe un desorden: lo principal, la vida eterna con Dios, ha sido suplantado por lo secundario: los intereses terrenos.
Con el autor de Camino, habría que concluir: veo que tienes razones −y razones poderosas−, pero no tienes razón. (Cfr n 993).
Cada uno debería examinarse para ver si su felicidad para siempre no la está descuidando por perseguir febrilmente metas como el dinero, el placer, el brillo social, el poder. Deberíamos aprender a realizar esa síntesis de todas nuestras obligaciones que el mismo Jesús nos sugiere con aquellas palabras: buscad primero el Reino de Dios, que lo demás vendrá por añadidura (Cfr Lc 12,31). “Ayúdanos, Señor, a dejarnos de malas y vanas excusas e ir a esa cena... Que no sea la soberbia impedimento para ir al festín, alzándonos con jactancia, ni nos apegue a la tierra una curiosidad mala, distanciándonos de Dios, ni nos estorbe la sensualidad las delicias del corazón. Haz que acudamos... ¿Quiénes vinieron a la cena, sino los mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? Vendremos como pobres, pues nos invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendremos como enfermos, porque no han de menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendremos como lisiados y te diremos: Endereza mis pasos conforme a tu palabra (S. 118,113). Vendremos como ciegos y te pediremos: Ilumina mis ojos para que jamás duerma en la muerte (S. 12,4)” (S. Agustín, Serm. 112).
Tomémonos en serio la invitación de Dios. Todo está preparado. Se trata de una fiesta que no puede compararse, por su magnificencia, a cualquier alegría de este mundo. ¡También yo estoy invitado! ¡Yo!, que tengo a veces la sensación de no ser más que un número en el registro civil o en el listín telefónico. Abandonemos esa idolatría del trabajo que no encuentra tiempo para Dios, que desoye las continuas llamadas del Padre del Cielo. Dios es demasiado grande para que le demos sólo una parte de nuestro corazón, de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo. Él, que es nuestro Pastor, “nos hará recostar en verdes praderas, y, como sigue rezando el Salmo nada nos faltará.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo (Mt 22, 1-14)
En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.» 

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