Tomando la imagen de la viña con la que en el AT los profetas comparaban al pueblo de Dios, la Iglesia, Jesús nos dice que este mundo es como una viña entregada por Dios a unos labradores en un país lejano para que la cultiven y recoger el fruto a su tiempo. Como el dueño está lejos, los viñadores acaban por considerarse propietarios. Todos los que son enviados por Dios para pedir cuentas son maltratados e incluso asesinados. Por fin, es enviado el Hijo al que matan con la ilusión de ser los únicos dueños.
Éste es también nuestro pecado, muchas veces. Creemos que la vida es nuestra y que podemos diseñar nuestro futuro sin injerencias, apartando de nuestra vista las indicaciones divinas. Hay quienes ven a Dios, que es nuestro Padre, Sabiduría y Bondad infinita, que no quiere sino el bien de sus hijos, no como el garante de nuestro bienestar sino como el que lo impide o lo torna difícil al tener que estar sujeto a sus mandamientos. Se olvida así aquella lúcida afirmación de S. Agustín que, al hablar de la Ley de Dios, decía que Él “escribió en las Tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones” (In Salm 57, 1).
No deberíamos olvidar la facilidad que tenemos los humanos para divinizar lo que no es Dios: el poder, el dinero, el éxito, el sexo... Dios, con sus indicaciones, quiere librar al hombre del peligro de esa adoración desviada que es la idolatría. Estar en las manos de Dios, comprender que somos suyos, es un consuelo porque “si es cierto que la vida del hombre está en las manos de Dios −recuerda Juan Pablo II−, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: “mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre” (Ps 131/130, 2) (Ev. Vitae, 39).
Pero todos llevamos dentro un dictador orgulloso que antepone con frecuencia su criterio y su voluntad a las instancias divinas. ¡A mí nadie me tiene que decir lo que debo o no hacer! ¡En mi vida mando yo! Y junto a él, un ser regalón y holgazán siempre atento a eliminar todo lo que supone esfuerzo. Depongamos esa tendencia a apartar de nuestra vista lo que Dios y la Iglesia nos piden “Aprendamos a servir: no hay mejor servicio que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad” (S. Josemaría Escrivá).
¡Dar fruto! ¡Hacer rendir los talentos recibidos! Esto pide el Señor. “Servir al Señor con alegría” (S. 92), especialmente en el hogar y en todos esos lugares que frecuentamos. ¡Cuántas ocasiones en la vida del hogar para servir al Señor, que nos hacen agradable a sus ojos y contribuyen a ese bienestar íntimo tan necesario para hacer más llevadero el peso de los días! Ese olvidarnos de nosotros mismos y esforzarnos por hacer grata la convivencia con pequeños servicios: adelantándonos a responder al teléfono, a abrir la puerta, cambiar una bombilla, limpiar un cenicero... El procurar que nadie se sienta solo. El conocer los gustos de los demás para, con naturalidad, hablar de temas de su agrado. El ceder con elegancia y hasta con sentido del humor cuando surja un roce sin excesiva importancia, pero que el egoísmo y la falta de inteligencia convierten en una montaña... Todo esto y tantas cosas más es posible cuando no sofocamos lo que de más cálido y mejor hay en nosotros y, sobre todo, cuando no vivimos en una atmósfera dominada por el egoísmo.
No somos los propietarios de nuestra vida sino sus cultivadores. Si la vivimos como Jesucristo quiere, “la paz de Dios que sobrepasa todo juicio −nos dice S. Pablo en la 2ª Lectura de hoy− custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.
Lectura del libro del profeta Isaías (Is 5, 1-7)
Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado. La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones? Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo (Mt 21, 33-43)
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: –Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo." Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: –Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos. Y Jesús les dice: –¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.
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