El poeta y su mujer ayer en Oviedo |
Adam Zagajewski (Lwów, Polonia/Ucrania, 1945) es hombre de gestos pausados y voz tranquila, bajo los cuales, sin embargo, corre un río de firmes convicciones. Se sitúa dentro del «pequeño grupo poético que, sin cerrar los ojos a las tragedias, también quiere de alguna manera festejar la vida».
Este año ha publicado «Asimetría» (Acantilado). El jurado del Princesa de Asturias de las Letras destacó que su obra «confirma el sentido ético de la literatura». —Nació en la ciudad de Lwów, cuando era polaca. Después, pasaría a ser parte de Ucrania y en tiempos históricos fue austrohúngara.
¿Qué es para usted la patria?
—Me llevaron de Lwów cuando era muy pequeño. Recuerdo el edificio del colegio, de corte prusiano. Mi familia hizo un mito de esa ciudad, considerándola la más hermosa de Europa. Y, sin duda, yo formo parte de la cultura polaca. Más tarde, aprendí alemán, francés e inglés, y me siento como en casa en cada una de esas culturas. —Perteneció a la generación literaria del 68, uno de cuyos lemas era «Di la verdad».
¿La verdad no es un horizonte difícil de alcanzar?
—Es complicado alcanzarla, sí; sin embargo, no me gusta la posición posmoderna que supone que es inalcanzable, que todo depende de las distintas narrativas. La verdad exige debate y precisión en los argumentos, pero la cuestión principal es que la verdad existe. ¿Quién podría negar que existió el Holocausto? —Vivimos tiempos vertiginosos, que parecen guardar escasa relación con el sosiego y la meditación que requiere la poesía... —Es cierto, la poesía exige un ejercicio meditativo. Y puede ser una contramedida frente a esa vida acelerada. La gente hace yoga, practica la filosofía zen... La poesía va más allá del yoga, llega a aproximarse a una cierta verdad sobre la complejidad del mundo, aunque acepto que no es para todos. —Ha dicho que hay una cultura común europea.
¿Qué es lo que nos une y qué nos separa?
—Lo que nos separa son los nacionalismos. Es incomprensible que no hayamos aprendido la lección. Los nacionalismos y el comunismo han sido los mayores desastres del siglo XX. En lo que se refiere a España, tengo amigos en Barcelona, en Mallorca, incluso mi editorial es barcelonesa (Acantilado), y siempre que hablo con ellos les digo que me opongo al independentismo catalán, aunque comprendo que es un problema complejo.
Son movimientos que pueden comenzar siendo muy románticos, pero, como se demostró en la Europa del siglo XX, pueden acabar siendo terribles, como los incendios forestales que están asolando estos días el Norte de España. No quiero herir a mis amigos catalanes, pero creo que las diferencias se debieran arreglar sin atizar los antagonismos. Y lo que nos une en Europa, yendo a lo positivo, tiene que ver con la herencia cristiana, aunque ahora el catolicismo esté salpicado por los casos de pedofilia o los abusos de poder. También nos une el arte. Si visito el Museo del Prado, de Rafael a Velázquez, nada me resulta extraño. Tal vez no sea suficiente, claro está, por lo que sería necesario un proyecto político que vaya más allá.
—Mencionaba la herencia cristiana. ¿Qué opinión le merece el Papa Francisco?
—Lo adoro. Por la sinceridad de sus palabras, por su capacidad autocrítica y por su humanidad, muy diferente a otros pontífices que le han precedido. Se siente que es uno más y que afronta los verdaderos problemas. Aunque a los obispos polacos no les gusta (sonríe).
abc.es
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