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lunes, 30 de octubre de 2017

Leyenda y verdad de la Revolución rusa

Stéphane Courtois editó en 1997 El libro negro del comunismo, que reveló el terror y la represión implantada en los países comunistas de todo el mundo. Director de investigación en el CNRS francés, ha estudiado en profundidad la historia del comunismo y su naturaleza totalitaria. Con motivo del Congreso “Cien años de la Revolución Rusa”, celebrado el 9 y 10 de octubre pasados, la Universidad CEU San Pablo le invitó a impartir la conferencia inaugural. Ofrecemos un extracto de su intervención.

Hace cien años, el 7 de noviembre de 1917 [25 de octubre en el calendario juliano, vigente entonces en Rusia], un acontecimiento transformó la historia del siglo XX. Vladímir Ilich Uliánov, conocido como Lenin, se hizo con el poder en la capital de Rusia. No se trató de un putsch, o sea, no fue un levantamiento militar; tampoco un golpe de Estado, ni una insurrección, es decir, no se produjo un levantamiento general y armado de la población. Fue lo que el famoso revolucionario francés del siglo XIX Louis Auguste Blanqui denominaba una toma de armas, en la que varios millares de activistas armados ocuparon algunos lugares estratégicos de la ciudad (…).
No fue el pueblo el que hizo la revolución, sino los dirigentes revolucionarios y los activistas
Pero esta acción, aparentemente anecdótica, provocó un tsunami político que llegó primero al antiguo imperio de los zares, después a Eu-ropa, más tarde a Asia y a todo el mundo. Y es un acontecimiento que ha marcado la historia contemporánea y que ha dejado marcas profundas en el siglo XXI.

Un régimen totalitario y criminal

Los bolcheviques presentaron el éxito de esta toma de armas y de poder, considerado antes un evento improbable e incluso inimaginable, como previsible e inevitable. Incluso la propaganda consiguió difundir la leyenda de un poder y una revolución iniciados desde abajo y que, a través de los soviets, inauguró una democracia proletaria, llamada a convertirse en el primer régimen comunista de la historia mundial.
Esta leyenda se convirtió en intocable tras la victoria de la URSS sobre la Alemania nazi en 1945, una victoria con la que los comunistas promovieron su memoria gloriosa, basándose en su “lucha contra el fascismo”. Hay que reconocer que fue una manera hábil de borrar su responsabilidad, la de los bolcheviques y la de los comunistas soviéticos, en la llegada al poder de Hitler (…) Además, fue una forma muy buena de convertir al fascismo en el símbolo del mal absoluto, así como un excelente medio para ocultar la dimensión criminal de los regímenes comunistas y su naturaleza totalitaria.
También la caída del Muro y la implosión de la URSS, en 1989, fue un acontecimiento tan inesperado e inimaginable como el ocurrido el 7 de noviembre de 1917. Pero fue un duro golpe para la gloriosa memoria de la revolución y para la ideología comunista. La apertura de los archivos de Moscú trajo consigo una revolución documental e hizo posible que los historiadores empezaran con una base sólida la historia de la URSS y del sistema comunista mundial. Todo esto dio lugar a que en 1997 un equipo de historiadores franceses publicara El libro negro del comunismo, un libro que llamó la atención sobre la dimensión específicamente criminal de la ideo-logía del régimen bolchevique, pero también de todo el comunismo en el siglo XX.

Historiografía revisionista

Hoy, sin embargo, veinte años después de la publicación de aquel libro, asistimos a una vuelta de las pasiones revolucionarias, que se ríen del trabajo de los historiadores. Por ejemplo, en España he escuchado al líder de Podemos entonar un canto por Lenin; también lo ha hecho Ziugánov, el líder del partido comunista ruso, heredero directo del partido bolchevique. Es sorprendente.
En Francia, donde la ideología revolucionaria radical no ha dejado de prosperar desde 1792, las publicaciones conmemorativas se multiplican. El trotskista Besancenot, candidato a la presidencia de la República, ha publicado un libro de elogio a Lenin, al igual que el comunista Martelli. Y el sociólogo Paul Ariès ha escrito un ensayo sobre lo que considera que es la aportación principal de la joven Rusia soviética y de Lenin. ¿Cuál fue esa aportación para él? La defensa de la naturaleza y de la ecología. Quien pueda que lo entienda.
Estos son quizás los ejemplos más claros. Más grave es cuando se practica la mentira por omisión. Esta misma semana tres grandes periódicos franceses –L’Humanité, Le Monde y L’Express– han publicado folletos especiales para conmemorar la revolución bolchevique. Estas publicaciones, dirigidas por académicos, recuperan la leyenda bolchevique en una versión “más suave” porque no se centran en la toma de armas ocurrida el 7 de noviembre de 1917 y omiten todo el recital del poder leninista que tuvo lugar entre 1917 y 1922, saltando directamente al periodo estalinista. En ninguna de estas publicaciones se hace referencia a El libro negro del comunismo. Y tampoco se menciona uno de sus capítulos, titulado “Un Estado contra su pueblo”, donde mi colega francés y gran especialista Nicolas Werth muestra el papel personal de Lenin en la instauración de la dictadura terrorista y de una cultura de guerra civil.
Así pues, asistimos a la reactivación de una antigua historiografía revisionista, como la que se difundió en algunas universidades americanas y soviéticas durante los años setenta y ochenta. Esta historiografía se queda solo con la dimensión social de la Revolución de Octubre, es decir, con una dimensión bastante oculta. Por eso, porque olvida muchas cosas, da lugar a una historia amnésica.

No fue el pueblo

Pero este tipo de historiografía olvida que las revueltas sociales y la revolución ideológico-política son dos procesos completamente distintos y que, en realidad, no fue el pueblo el que hizo la revolución, sino los dirigentes revolucionarios y los activistas. También pasa por alto que la Revolución de Febrero inició un proceso de democracia parlamentaria para elegir una asamblea constituyente, que era lo que todos los revolucionarios rusos habían reclamado desde hacía medio siglo.
Además, olvida que Lenin despreciaba la democracia parlamentaria y que desde 1902 defendía lo que llamaba la dictadura del proletariado, es decir, la dictadura de un partido de revolucionarios profesionales que defendían sus propios intereses. Y olvida que la cuestión central no es tanto la toma del poder –pues la toma del poder que se produjo entre el 6 y el 7 de noviembre de 1917 es fruto de la voluntad de Lenin, pero también de otras circunstancias favorables–, sino la naturaleza de este primer régimen comunista.
¿Era este régimen, tal y como decía Hannah Arendt, una dictadura revolucionaria, antes de cambiar y transformarse, más tarde, ya con Stalin, en un régimen totalitario? ¿No sería más bien Lenin quien inventó este tipo de poder, un poder hasta ese momento desconocido? (…)

El partido-Estado

El poder leninista tenía una ideología marxista y radical según la cual la historia estaba determinada por la lucha de clases y esta provocaba la transformación violenta de la sociedad. Lenin impuso el monopolio de su ideología con el fin de legitimar el monopolio político de un partido único, dirigido por aquellos que le apoyaban a él, el líder carismático que había logrado el poder.
El régimen soviético aplicó el terror no de una forma puntual, sino masivamente, como medio de gobierno
El partido acaparó las prerrogativas del Estado y se convirtió en lo que he denominado un partido-Estado, que es muy diferente a un partido político ordinario. El partido-Estado reprimió con extrema violencia toda oposición, incluida la que se podía dar en el seno del mismo partido. Aplicando la doctrina marxista, este partido suprimió la propiedad privada y se hizo con el monopolio de todos los medios de producción y de distribución de los bienes materiales, imponiendo así sobre la población una presión increíble. Finalmente, erigió el terror de masas. Pero el terror no se aplicó de una forma puntual, sino masivamente, como medio de gobierno.
Quería centrarme un momento en la diferencia que existe entre un régimen autoritario y uno totalitario. En cierto modo, podemos situar los regímenes autoritarios de la Edad Moderna en el siglo XIX, con Napoleón III en Francia y Bismarck en Alemania. Pero el régimen totalitario era diferente y no tenía los mismos objetivos que el autoritario. La finalidad principal de este último era imponer y garantizar la autoridad del Estado, de un modo, claro está, autoritario, pero no tenía la pretensión de transformar la sociedad. Pero el régimen totalitario, debido a su ideología marxista o racial, da igual, tiene la intención de transformar toda la sociedad en función de esa misma ideología (…).

Causas de la Revolución

Pero volvamos a la Revolución rusa. Un gran historiador inglés, Orlando Figes, en una maravillosa historia de la Revolución rusa, se refirió a la crisis rusa de 1891 y demostró que la I Guerra Mundial había sido el catalizador de varios conflictos que finalmente convergieron y que provocaron una situación explosiva en Rusia (…).
En el verano de 1914, el enfermo de Europa no era Rusia; era el Imperio Otomano. Rusia había superado la crisis violenta de 1905 y lo había hecho gracias a la clarividencia de su primer ministro, Piotr Stolypin. De modo que en 1914, antes de la guerra, Rusia parecía estabilizada. Sin embargo, a pesar de su rápida modernización, se produjeron conflictos estructurales. Voy a citar algunos brevemente. Por ejemplo, en el mundo campesino, los mujiks, es decir, los campesinos de base, que se encontraban sujetos a la comunidad tradicional, o mir, querían tierras; pero también estaban los propietarios, los pequeños nobles y los grandes terratenientes, lo que dio lugar a conflictos en el campo.
Hubo conflictos asimismo en el mundo de la producción, entre los industriales y la clase obrera, que en aquel momento era muy reducida, porque en Rusia había pocos obreros y, en su mayoría, estos eran campesinos que habían emigrado a la ciudad. Otro factor de crisis estructural era el régimen político zarista, anclado en la autocracia y la burocracia, y en conflicto con una sociedad civil que, sobre todo en las ciudades, aspiraba a las libertades políticas (…).
Se daba también un conflicto de naturaleza cultural entre la Iglesia ortodoxa, centrada en sus certidumbres, y las élites, fascinadas por la efervescencia de las nuevas ideas, la ciencia y la técnica occidental. Y, finalmente, existía un conflicto en el propio imperio porque la Rusia zarista era un imperio enorme y en él los rusos étnicos eran minoritarios, y numerosas nacionalidades aspiraban a su autonomía e incluso a la independencia. Pero estos conflictos latentes fueron exacerbados por la Guerra Mundial (…).

El modelo totalitario

Pero contrariamente a lo que sostenía la mitología soviética, el régimen zarista no fue destruido por una ola de revueltas bolcheviques, sino por su vacuidad. De hecho, cuando desapareció, los líderes revolucionarios estaban ausentes: Lenin, en el exilio; otros, deportados, en prisión o en el frente. No estaban allí.
Lenin, exiliado en Zúrich, afirmó de un modo melancólico en una reunión pública el 22 de enero de 1917: “Nosotros, los mayores, quizá no veamos las luchas decisivas de la revolución inminente”. Esto fue lo que dijo. Y unas semanas más tarde, todo comenzó a explotar (…).
El partido acaparó las prerrogativas del Estado y se convirtió en un partido-Estado, que es muy diferente a un partido político ordinario
Ya saben lo que pasó: la instauración de la dictadura del proletariado, las decisiones radicales, el régimen totalitario, la supresión de la propiedad privada, etc. Y en paralelo, preparación de la guerra civil, porque para Lenin no había revolución sin guerra civil. Y en diciembre de 1917, Lenin crea la checa, una policía que actúa con total impunidad y todo el poder necesario.
A partir de ese momento, la policía política, el terror y la ausencia de derechos humanos están estrechamente ligados a la dirección política del partido. Lógicamente, partiendo de esta base, el poder bolchevique no podía más que suscitar resistencias cada vez más fuertes y alimentar la guerra civil (…). Pero el problema fue que, además, este modelo totalitario de poder, que se podía haber quedado solo en Rusia, se expandió y se copió en países como Italia, por ejemplo, con Mussolini, o en Alemania, con Hitler.
En 1989 pensábamos ya que la democracia había desaparecido. En 1991 no nos dimos cuenta de que esa forma de comunismo y totalitarismo se agotaba, pero que desde hacía varios años se estaba recuperando con mucha fuerza en una nueva corriente revolucionaria, a la que ahora nos enfrentamos todos los días: el islamismo radical. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir sufriendo el islamismo radical? No lo sabemos.
Aceprensa.com

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