Comprar y vender es necesario para la vida humana, no hace falta extenderse demasiado. De esta forma satisfacemos necesidades (más o menos reales), activamos la economía y generamos recursos que ayudan a sostener nuestros sistemas de cohesión y bienestar social. Tampoco hay nada de extraño (ni de malo) en que se busquen estrategias para vender mejor, siempre que sean transparentes, ni en que busquemos las mejores oportunidades para adquirir los productos que necesitamos.
Pero cuando se nos viene encima un fenómeno arrollador como el llamado Black Friday estamos ante algo más que todo eso. Y aunque se puedan aportar argumentos de peso económico para celebrar este festín, cabe interrogarse sobre la cultura de fondo que lo anima y sobre cómo moldea los hábitos sociales y el modo en que nos relacionamos con todo. El carácter compulsivo, un punto histérico, de esta forma de comprar debería hacernos sospechar de la tramoya. Lo mismo que su tendencia a reducir nuestro horizonte vital, a separarnos de los otros y a distraernos de lo que nos preocupa y quizás asusta. ¿No es quizás una forma de escapar?
La vida humana está hecha para algo grande, cada cual tiene que buscarlo sincera y tenazmente. Pero la tentación de idolatrar respuestas parciales, a veces patéticamente insuficientes, ha acompañado la historia desde siempre. Así que no pretendo rasgarme las vestiduras si en esta época de asimétrica opulencia muchos terminan por abrazar este nuevo becerro del consumismo a ultranza. A falta de cosas grandes…
En todo caso, es algo más que una ironía que este viernes de vértigo haya coincidido con la gran recogida del Banco de Alimentos y con la campaña de las personas sin techo. El problema no es comprar y vender, sino para qué lo hacemos y en qué nos convertimos después.
Jose Luis Restán
abc.es
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