“Despega la escuela inteligente”. Este u otros titulares parecidos nos anuncian con frecuencia que una nueva forma de educar ha llegado para quedarse. Sin embargo, a pesar del optimismo en torno a este cambio de paradigma, los argumentos en favor del modelo alternativo están basados en criterios no siempre académicos, valoran excesivamente el aspecto innovador de ciertas prácticas, y aún no han sido confirmados por la investigación. No obstante, algunos profesores vislumbran un futuro prometedor.
La nueva escuela y el papel de las tecnologías
Existe en la opinión pública un clima de esperanza en torno a lo que se ha venido en llamar la “escuela inteligente”. Sin embargo, más allá de unos cuantos lemas que se repiten como mantras, no es fácil encontrar una propuesta clara, detallada y realista de cómo ha de ser esta educación del futuro.
Muchos la definen por oposición a la tradicional, pero frecuentemente caen en un cierto maniqueísmo. En la antigua escuela –se dice– el profesor dictaba autoritariamente una clase magistral; los estudiantes eran receptores pasivos de una información que tenían que memorizar como robots y que luego vertían en exámenes estandarizados. En cambio, en la “escuela inteligente” es el propio alumno quien diseña su itinerario de aprendizaje, en función de sus intereses y talentos; el profesor no es el “administrador” del conocimiento, sino que acompaña y guía a cada uno en su camino; ya no se trata de memorizar unos contenidos, sino de desarrollar unas competencias transversales, como el trabajo en equipo; la creatividad ha sustituido a la memoria.+
En este ideal de escuela, el uso de herramientas tecnológicas suele considerarse un medio imprescindible, en tanto que facilita la autonomía y la personalización del aprendizaje: el alumno tiene todo un mar de información a solo un clic, y el profesor puede diseñar para cada uno una “dieta” particular en función de su nivel. Así, las aulas inteligentes no se entienden sin ordenadores o tabletas.
La absolutización de la modernidad
Este discurso, aunque repleto de buenas intenciones y de intuiciones valiosas, falla en varios puntos. En primer lugar, considera la “modernización” de las aulas como un imperativo histórico, un “signo de los tiempos” tan evidente que ni siquiera hace falta demostrar su validez. Por otro lado, con frecuencia confunde la revolución pedagógica con el uso de tecnologías, dando a entender que aquella no se entiende sin estas.
Se pueden poner dos reparos a este discurso de “la novedad por la novedad”. El más obvio es que tanto las metodologías como las herramientas tecnológicas en la educación han de juzgarse por criterios académicos, y no por cómo respondan a un vago concepto de “evolución social”. Por otro lado, algunas de las formas de enseñar que se presentan como revolucionarias (Thinking Based Learning, trabajo cooperativo, Design Thinking, gamificación) no son tan innovadoras, sino más bien actualizaciones más o menos originales de estrategias pedagógicas ya empleadas en muchos sitios.
Problemas epistemológicos
Según los precursores de la “escuela inteligente”, esta ofrece varias ventajas frente al modelo tradicional de educación. Una de las más repetidas es que los alumnos están más motivados y cooperan entre ellos. Esto es positivo, pero no está claro cómo evaluar ni qué valor conceder a estas “competencias transversales”, como se las suele denominar: ¿debe el profesor de una materia reservar una parte de la nota a la capacidad para colaborar que haya mostrado cada estudiante?
Otra de las ideas más frecuentes en el discurso de la “nueva educación” es que, frente al modelo tradicional que uniformaba a los estudiantes y mataba su creatividad, en la escuela inteligente cada uno sigue un proceso distinto, según sus peculiares talentos e intereses. Es la llamada “personalización del aprendizaje”.
Ciertamente, resulta interesante que los alumnos puedan ir a un ritmo diferente, y que el profesor disponga de recursos para reforzarles en sus particulares lagunas: por ejemplo, una plataforma con ejercicios de distinto nivel que informe del progreso que cada uno va haciendo. Con todo, si se pretende evaluar objetivamente, se supone que el examen debe ser el mismo para todos. Aunque hay quien propone adaptar también las pruebas: todos tienen que superar todas al final del curso o del trimestre, pero cada uno se enfrenta a ellas cuando domina los contenidos. El problema es que esto dificulta enormemente la tarea del docente: ¿cómo explicar cuando unos estudiantes están centrados en unos temas y otros en otros?
Como se ve, algunas de las propuestas de la nueva escuela, aunque ofrecen perspectivas muy interesantes, se enfrentan a serios problemas de praxis o de evaluación, o a ambos. Por otra parte, la investigación no es concluyente acerca de la efectividad de estas metodologías, y el uso de la tecnología asociado a ellas, en el rendimiento académico, y no solo en la motivación o la capacidad de colaboración de los alumnos. Un estudio reciente de la Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo (IEA, por sus siglas en inglés) señalaba que las estrategias de “aprendizaje activo” mostraban una relación positiva con el desempeño en matemáticas y ciencias en 13 países analizados, negativa en otros 13, y neutra en 9. Por otro lado, en la clasificación de cuáles son estas estrategias, el informe no hace ninguna mención al uso de tecnología, sino más bien a que el estudiante tenga que encontrar por su cuenta la manera de resolver los problemas propuestos.
La visión de los profesores
No obstante, que el discurso en torno a la nueva educación tenga algunas flaquezas no implica que la “escuela inteligente” no tenga nada que aportar al debate sobre cómo enseñar de manera más efectiva.
Aunque todavía falta analizar con rigor cuáles son los efectos de las nuevas pedagogías “inteligentes”, la opinión de los profesores resulta muy interesante, porque son ellos quienes de primera mano pueden observar sus efectos. Un informepresentado en abril por Ipsos y Samsung, Los profesores ante la tecnología en los colegios, aporta algunos datos interesantes.
Los investigadores entrevistaron a 600 profesores de primaria y secundaria de toda España sobre el uso de la tecnología en sus aulas. Algunos de ellos, algo más de cien, habían participado en un proyecto de “escuela inteligente” de Samsung, en el que tanto el docente como los alumnos utilizaban tabletas en las clases.
En general, la percepción de los profesores sobre las tecnologías en el aula fue positiva, tanto en el grupo Samsung como en los demás. Algunos de los beneficios mencionados por los docentes se referían a factores emocionales (“los alumnos estaban más motivados para hacer las tareas y más entretenidos durante las clases”) que, siendo buenos en sí mismos, no implican necesariamente un éxito desde el punto de vista del aprendizaje.
Otras consecuencias observadas son más significativas, por ejemplo las que se refieren al trabajo de los profesores: según ellos, las tecnologías ayudan a preparar mejor las clases, al poner a su alcance muchos recursos con los que antes no contaba.
Por otro lado, los docentes entrevistados también señalaron algunos beneficios que sí se refieren directamente a la capacidad de aprendizaje de los alumnos, como que entendían más fácilmente lo enseñado, recordaban mejor lo aprendido o mejoraron su capacidad de razonamiento.
Moderación y realismo
Este estudio sugiere que, bien utilizadas, las nuevas metodologías y las herramientas tecnológicas asociadas a ellas pueden ser un instrumento valioso para educar mejor. Sin embargo, a veces el discurso sobre “la nueva escuela” encuentra en sí mismo su peor enemigo.
Por un lado, la caricaturización del “viejo modelo” y la idealización del nuevo restan credibilidad a sus propuestas. El uso de tecnologías puede hacer atractiva una materia, pero una buena clase magistral, si el profesor explica con claridad y mantiene interesados a los alumnos, resulta también muy interesante.
Por otro lado, existe una cierta ingenuidad entre los defensores de la revolución educativa en cuanto a la novedad de sus propuestas, que les impide reconocer que una buena parte de ellas son simplemente adaptaciones tecnologizadas de pedagogías bastante conocidas. Además, falta realismo para reconocer los problemas prácticos de ideales como el de la “personalización del aprendizaje”.
Por último, queda por hacer una importante tarea de evaluación. Para eso, en primer lugar habría que fijar unos criterios propiamente académicos, dejando en un segundo plano otros más “emocionales” (la motivación de los estudiantes, o si se entretienen en clase) que solo son significativos si conducen a aprender más y mejor. Después, habría que aplicar a los estudios sobre nuevas pedagogías los estándares científicos más rigurosos, por ejemplo mediante experimentos aleatorios controlados.
En resumen, una buena dosis de realismo y de evaluación puede ser la vacuna necesaria para que la “escuela inteligente” deje de ser solo un bonito eslogan.
aceprensa.com
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